Entre panes y alegrías

Entre panes y alegrías

Pan de centeno, negro y amargo, como las visitas a mi padre, cada jueves, previa llamada al amable recepcionista que me dice de qué humor se ha levantado ese día; pan de avena, dulce y claro, los ojos de Claudia, con esas avellanas que sabiamente le añade Tomás, el panadero, crujientes y aromáticas, como esa risa suya que solo puedo escuchar cada dos semanas.

Mis ojos siguen recorriendo los estantes de madera sobre los que se aprietan los panes que Tomás lleva alumbrando desde ese trozo de la noche del que pensamos que solo los juerguistas y criminales se aprovechan. Panes de distintos tamaños, colores y formas, cada uno con su propia historia detrás. Un circo donde cada uno es especialista en lo suyo: la forzuda hogaza de León, ahí en primer plano, mírala, qué contundencia, tal vez la que me faltó a mí al presentarme en el juzgado aquel puñetero día; la baguete de aceitunas negras, funambulista alargada y frágil, como mi esperanza de rascarle al juez algún día más, algo más de tiempo tal vez, algún abrazo extra de mi hija como propina semanal; la pita con puerro y ajo, embaucadora de serpientes hasta el último mordisco, como mi ex; y ahí, un poco más a la derecha la chapata, la rosca y el mollete completando la troupe.

Delante de todos, Tomás, el jefe de pista; el pañuelo manchado de harina anudado a la cabeza mientras le explica a una clienta, que no debe ser del barrio la diferencia entre el candeal y la barra artesana. Tomás, él también ha pasado lo suyo, pero en la versión bestia si se compara con lo mío, un caso raro según los médicos, una alteración sin cura que se llevó a su hijo por delante. Él no recibe mi ración de alegría quincenal, y a pesar de todo se empeña cada día en sus panes, tal vez sea eso lo que le mantiene a flote. Y lo hace con entrega. Si no fuese así no haría estas maravillas, habría echado el cierre hace tiempo, acorralado como está por las franquicias hipermaquilladas de pan rápido. Le imagino a las tantas amasando y mezclando con pasión, como hacía la mujer de aquella novela mejicana que transmitía sentimientos a sus guisos. Tal vez la pena que me asaltó el martes mientras mojaba la miga del payés en la salsa del marmitako no era por la Gaza que veía en el telediario, sino contagiada por Tomás, quién sabe.

La mujer que no es del barrio por fin se decide y se lleva una de cada: sabia elección. Tal vez se acabe de mudar y esté todavía en ese periodo de tanteo inseguro que todos sufrimos cuando nos cambia el entorno, o cuando la vida nos da un giro sin movernos del sitio. O no, a lo mejor solo está de paso y estoy yo aquí montándome historias y trasladando mis propias neuras a los desconocidos que se cruzan en mi camino. Me fijo en ella: andar resuelto mientras enfila la salida, que contradice sus dudas con la elección del pan; un «buenos días»
enérgico a modo de despedida; cuerpo proporcionado, sin estridencias; labios pintados, boca bonita. Tal vez sí se haya mudado al barrio, tal vez volvamos a coincidir. Tal vez sí, probablemente no, aunque estaría bien, sin duda.

Tomás se gira hacia mí, gesto agobiado por la cola que, a esta hora de la mañana, se hace cada vez más larga, su penitencia de prisas y a la vez la señal de su triunfo diario. Le pido una barra de masa madre y uno de pasas y nueces en rebanadas, a Claudia le encanta desayunarlo con mantequilla y miel. Pero es cuando le digo que ponga también un paquete de madalenas y dos ensaimadas que cae, cuando relaciona lo especial de mi pedido con que hoy es sábado. Y me sonríe con la boca, sus ojos hace mucho que se quedaron atorados en la pena, y me dice que disfrute mucho del fin de semana con mi hija. Y yo se lo agradezco de palabra y de corazón, y le deseo, eso ya sin decírselo, que el también rencuentre algún día al menos una parte de la alegría que nos transmite a diario con sus panes.

Y pago con un billete de veinte, y hago sonar la campanilla al salir, y dejo atrás ese olor de panadería con horno de verdad que nadie que alguna vez lo haya olido podría olvidar.

Mientras camino de vuelta arranco la punta de la barra y la voy degustando, gloriosa, como hago desde que mi madre me mandaba de pequeñajo a la panadería de Paca, lo que me valía un coscorrón cuando me pasaba de glotón y solo volvía a casa media barra. Y pienso en la posible nueva vecina y su boca bonita, pero enseguida la aparto para pensar en Claudia, que llegará en media hora. Y entre tanto, la bolsa de tela con una espiga bordada se balancea en mi mano, porciones de trigo, levadura, agua, sal; promesas de felicidad.

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