Regresaba del trabajo en bicicleta como de costumbre, hasta que algo inusual me detuvo. Era un profundo y rico olor a PAN fresco el que invadía mis sentidos. “Con que eso era lo que construían en la esquina, una panadería”, pensé.
Aquel aroma de repente se sumergió en mi memoria, transitando por mis recuerdos, y me llevó a cuando mi padre y yo recogíamos los manojos de trigo para ser arrojados en el molino y obtener la fina harina que las delicadas manos de mi madre mágicamente convertían en PAN. Ese delicioso PAN que por las mañanas protagonizaba el desayuno acompañado de dulce chocolate. Mismo PAN que de adulto supo hacer dueto con la taza de café en los días lluviosos. No sé cómo pude olvidarlo.
De repente, despierto del trance en el que me encontraba. Saco el teléfono y marco. Uno, dos, tres timbrazos y toman la llamada.
—Aló —exclama la voz anciana del otro lado.
Y de súbito respondí:
—¿Mamá, hacemos PAN?
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