El frío de la madrugada se burlaba de mis telas desgastadas, esas viejas prendas que habían tenido más de un dueño. Envuelta en la oscuridad, iba dando pasos a ciegas. Mientras caminaba sobre los adoquines, tenía cuidado de que ningún resto de vidrio fuera el culpable de una nueva herida en mis plantas descubiertas.
Cada noche el mismo ritual. El mismo camino grabado en mi mente desde hacía tres meses. Lo más inmundo del pueblo se reunía en aquellas tres callejuelas, que me llevaban desde el rincón bajo el puente hasta mi destino. Sin lugar a dudas, lo peor era la taberna roja. Un lugar donde las mujeres llevaban máscaras de simpatía para soportar a los ebrios pueblerinos y forasteros que compraban sus compañías con unos cuantos chelines. En esos momentos agradecía el anonimato que me daban las sombras. En especial esa noche, en la que la luna y las estrellas se ocultaban en el cielo. Al parecer, ellas también repudiaban el despliegue de locales dedicados al vicio y la delincuencia.
Sujeté con fuerza la cesta que llevaba a la altura del pecho. Mientras andaba, pensaba únicamente en la meta, en el dulce sabor de la victoria. ¡Y sí que era dulce! Lo más dulce y delicioso que mi burdo paladar había probado.
Unos pasos más y el inconfundible aroma a pan recién horneado inundó mis sentidos. Inconscientemente, aceleré el paso con un mar de antojo brotando desde mi boca. La pintoresca panadería desentonaba con el resto de establecimientos: era la flor de un cactus lleno de espinas.
Como decía nuestro acuerdo, me acerqué a la puerta del fondo, mis dedos nerviosos tamborileaban la cesta de mimbre. Ahí dentro no solo olía a pan clandestino, horneado a escondidas para este desperdicio humano. Olía a casa. Olía a paz. Olía a hogar, ese que una vez tuve antes de conocer la dureza de un suelo desnudo.
Di tres toques en la puerta. Solo pasaron dos segundos cuando la luz de unos ojos vibrantes me encandilaron. Sin decir nada, entré en el lugar: pequeño para muchos, perfecto para mí.
—Aún no he terminado. —Hundió una mano en su mata de pelo castaño mientras se le escapaba una risa nerviosa.
—Lo sé —dije, dedicándole la más genuina de mis sonrisas—. Me gusta ver cómo termina de hacer el pan.
El panadero curvó sus labios en señal de alegría para luego volver a su labor. Moldeaba la masa como un escultor lo hace con la arcilla, dándole forma a su obra de arte. Sus manos eran prodigiosas, hacían que un par de simples ingredientes supieran a gloria. Me gustaba verlo trabajar, ver el amor con el que hacía los diferentes panes: unos redondos de corteza dura, otros largos con masa suave y, mis favoritos, las pequeñas medialunas dulces.
Solo un alma noble podía entender la profesión del panadero. Eran artistas con guantes para hornear. Eran héroes con delantal en lugar de capa. Era mi artista, mi héroe.
—Se ve particularmente hermosa esta noche —susurró él, sin levantar la vista del horno.
—Lleva diciendo eso cada madrugada de cada día, desde hace tres meses. —Un gesto inocente dibujó mi rostro, curando un poco el sabor amargo de mi vida antes de sus panes.
Si fuera cualquier otro ser viviente quien me dijera esos halagos, pensaría que solo se está burlando de mi marchitado aspecto, pero sé que él me ve con algo más que sus ojos de avellana. Él me siente, como mismo siente el valor de cada masa que prepara, como mismo ve lo hermoso de un alimento tan simple, pero a la vez tan delicado.
—Aquí tiene, señorita. —Me acercó una bandeja con medialunas que brillaban por la manteca, extendí mi mano y tomé una—. ¡El resto a la cesta!
El calor que desprendía aquel trozo de pan se infiltró por todo mi cuerpo. Se sentía como el abrazo de una madre o, al menos, como yo los recordaba. Mi boca salivaba esperando el ansiado bocado, que llegó más rápido de lo que mi sentido común me advertía.
—¡Ay, quema! —En un intento de bajar el vapor, comencé a aletear con mis manos—. ¡Mmm, pero sabe delicioso!
Ambos reímos con nuestras manos y bocas llenas de migas y pepitas de azúcar. Tan exquisito y reconfortante, que no nos dimos cuenta de que se acercaba el alba. Nos despedimos en la puerta de atrás, como en cada ocasión. Los primeros rayos de la mañana ya estaban sobre nosotros. Una inocente sonrisa a medias fue nuestro adiós, igual de suave que las medialunas. Y una mirada esperanzada era la promesa de nuestro próximo encuentro: a pocas horas del amanecer.
Volví sobre mis pasos, ya sin oscuridad, sin ocultarme, sin miedos. Caminé por las mismas calles, pero con nuevas emociones. Cargada de energía y de pan dulce para todos. Para todo aquel que vive bajo el puente donde no se ven las estrellas. Ahí no tenía ninguna luz, pero, al menos, me reconfortaba la idea de venir a este pedacito de cielo, donde podía llevarme toda la que quisiera. Su pan y su sonrisa eran mi dulce consuelo.
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