El robusto asistente del turno de la tarde apareció de improviso.
—Lo voy a llevar al solcito, don Gilberto…, —dijo.
Y con la maestría de la experiencia, trasladó al octogenario en su silla de ruedas a través del amplio patio y lo ubicó junto a un macetón, en el que ostentaba su lozanía un geranio florecido.
—Así está mejor…, —murmuró el joven, y se alejó silbando.
El anciano se volvió hacia la planta… ¿Siempre había estado allí ese geranio? ¿Por qué no lo había visto antes?
Una mariposa moteada, naranja y negro, revoloteaba alrededor del vegetal. Él enseguida se percató del conjunto: las flores de color rojo fuego de la planta, el sol, la mariposa… y el patio.
Y el patio bien barrido de su casa de la infancia, las macetas rebosantes, las mariposas en primavera y el cantero de los geranios.
—Geranio rojo fuego significa… ¡te prefiero!, —le decía Laura, su madre, con voz cantarina.
Y él, chiquillo despreocupado, corría por el amplio terreno con su pelo rubio al viento, mientras ella lo perseguía…
De tarde en tarde, otras alegrías colmaban la vivienda que habitaban Laura y su hijo de ocho años.
—¿Está tu mamá, Gilbertito?
—¡Mamá! Vino doña Delfina…
Y su madre, esbelta, con su peinado recogido y su vestido estampado, salía a recibir a la vecina secándose las manos blanquísimas en un repasador.
Y doña Delfina le decía en voz muy alta, remarcando las palabras:
—¡Te traje la masa del santito, Laura! Ya sabes que tienes que alimentarla y, con un cuchillo, trazarle una cruz para espantar los malos espíritus de la cocina… Y mañana deberás pasarle una porción de tu masa a Aurelia, ¡no lo olvides!
Y se alejaba presurosa, orando entre dientes.
Y él, eufórico como si estuviera por asistir a una fiesta, se preparaba para ver cómo su joven madre, con movimientos ceremoniosos, se colocaba el delantal inmaculado y sacaba la harina de la alacena.
«¡Ah, si pudiera volver el tiempo atrás…!», se decía don Gilberto.
Y las historias… Lo mejor de esos días eran las historias que ella le contaba y que, a su vez, las había escuchado de su madre, alemana de origen.
—¿Qué más te decía la abuela, mamá?
—Que el pan, además de alimento, es símbolo de vida, de unión, de generosidad; que la masa madre… ¿Ves? Esta masa que nos trae siempre doña Delfina, proviene de una masa madre.
Y él, a pesar de haber escuchado lo mismo otras veces, le preguntaba:
—¿Y qué es la masa madre?
—Es una mezcla de harina y agua que no lleva levadura porque la fermentación se produce en la misma harina. A esa masa se la tapa, se la deja reposar en un lugar cálido y, al día siguiente, se le agrega más harina y agua y se la amasa; y así durante cinco o seis días.
—¿Y qué más?
—Bueno, tu abuela me contaba que al pan de masa madre le decían «Pan de la amistad» y que, con el tiempo, empezaron a agregarle azúcar y canela, pero el significado era el mismo: el pan se multiplicaba, se repartía, se compartía…
Y después, él veía cómo su madre secaba con el dorso de sus manos, las lágrimas que se deslizaban rápidamente por su rostro. Pero seguía amasando con toda la fuerza, el amor y la pasión de que era capaz.
Y llegaba el día siguiente; y él, apenas levantado, corría a espiar la masa, y la alegría le rebalsaba el alma al descubrir cuánto había crecido. Sonriendo, hundía lentamente un dedo en la suave y esponjosa mezcla, disfrutando de la sensación…
Y de nuevo, el agregado de la harina, más agua, las historias de la abuela, las manos de su madre revoloteando en la masa, como la mariposa moteada en el geranio de la residencia de ancianos.
¡Y el aroma! El delicioso aroma del pan familiar mientras se cocía en el horno de barro; aroma que a su vez, se amalgamaba con los efluvios de los geranios…
Otras veces, para descansar de sus trabajos de costura, Laura se sentaba en un sillón de la salita libreta en mano, y se quedaba pensativa… Después, anotaba…
—¿Qué haces, mami?
—¡Shhh…!
Al rato, ella le decía:
—Disculpa, hijo; es que me inspiré y escribí unas líneas…
Y tachaba una palabra y la reemplazaba por otra. Luego tachaba otra. Pensaba unos instantes, pero no la reemplazaba. Simplemente marcaba el lugar con una cruz o un signo de interrogación. Por último, cerraba la libreta y lo miraba con ojos ausentes.
—¿Ya hiciste la tarea de la escuela?
—Sí, mamá… ¿Y qué escribías? ¿Otro poema?
—Sí, aunque solamente anoté ideas. ¿Sabes? A veces pienso que esto de escribir, es como cuando elaboramos el pan: mezclamos los ingredientes, amasamos y dejamos reposar la masa; luego seguimos amasando, armamos los panes, horneamos y después… ¡los disfrutamos!. Ahora guardaré la libreta y mañana le agregaré palabras, nuevas frases y veré qué resulta.
Y él respondía como si hubiera entendido todo:
—¡Qué lindo, mami!
Una vez, doña Delfina, que había ido a visitar a Laura y a dejarle unas telas para que le confeccionara unos vestidos, le preguntó:
—¿Y qué te gustaría ser cuando crezcas, Gilbertito?
—Panadero, doña Delfina… Y voy a anotar ideas en una libreta.
—¿Ah, sí? ¿Recetas?
—No, poemas…
Los negros ojos de la señora se abrieron muy grandes y, para sorpresa de todos, no supo qué contestar.
Con los años, no fue panadero ni escribió poemas. Fue profesor de Matemáticas.
Pero gracias a esta profesión conoció a Martha, el amor de su vida. Ahora, ella ya no lo acompañaba… Se le había adelantado en el camino.
«¿Por qué no nos fuimos juntos de este mundo, la noche del accidente?», pensó, apretando muy fuerte con sus manos enjutas, los reposabrazos de la silla de ruedas.
Se secó una lágrima y, con un suspiro, concentró su mirada en la planta. La mariposa ya se había ido.
—¡Hola, abuelo! ¿Cómo estás?
Una joven alta y enérgica, de mirada alegre, que vestía un jean azul y una remera blanca, se acercó a don Gilberto y le dio un sonoro beso en la frente. Llevaba un aromado paquete que colocó sobre las piernas del anciano, mientras se acomodaba en cuclillas delante de él, y le tomaba las manos.
—Te traje unos panes con sésamo, abu… ¡Los amasé yo misma! Encontré una receta en internet y me salieron riquísimos… ¡Me encantó amasar! Otro día los haré con orégano… Ah, dice papá que te va a traer…
«Geranio rojo fuego significa…¡te prefiero!», recordó él.
Entonces, entrecerró sus ojos agrisados y corrió. Corrió con un ímpetu impensado por el jardín de sus añoranzas más preciadas, aspirando la fragancia del pan recién horneado. Corrió al encuentro de la vida por venir, junto a ese nido tibio que era el corazón de su única nieta. Corrió hacia su nuevo destino, sintiéndose vivo una vez más. Corrió, corrió, co…
—¿Me escuchas, abuelito?
—Sí, querida, te escucho…
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