Langayo, año 2024
Me subí al desván con la idea de ordenar un poco los trastos. Sin querer, como imbuida por cierta añoranza por el pasado, abrí el baúl gris, cubierto de polvo y comencé a revolver en su interior.
Encontré sábanas usadas, perfectamente dobladas, como mi madre solía hacer, una colcha color arena, con la que nos arropábamos en el sofá, durante las siestas del verano, ropa vieja de mis hermanos, y un pequeño joyero granate. Ya no recordaba lo que había en su interior y llena de curiosidad lo abrí, sin más demora.
Unos pendientes de bola nacarados de mi madre, su reloj de manecillas color oro, que solía ponerse los domingos, una pulsera de mi infancia de medias lunas de plata, un crucifijo de mamá…y una cadena que colgaba un trébol de cuatro hojas verde.
El pasado volvió a mi como un espejismo. ¡Cuántos recuerdos brotaron en mi mente! y al instante, mis ojos se empañaron, presos de la emoción que me embargaba.
Langayo, año 2004
Hay personas que pasan por la vida de una manera silenciosa, pausada, pero que dejan una huella imborrable en los confines del corazón, produciendo un eco en las entrañas que arrebata presente y pasado. Así era Carmina, ya con sus setenta cumplidos y viuda desde hace cinco años. Su pelo corto gris y su aspecto regordete nos hacía ver que los años pasan para todos, pero su voz era delicada y dulce, los ojos azules eran el espejo de su alma, transparente y nítida, y esa sonrisa que producía un apacible bienestar convertían a esta mujer en la más grata compañía que siempre todos quisiéramos tener.
—Vamos, Lucía, tienes que amasar con más fuerza—me decía mientras moldeaba la masa a mi lado en la panadería.
Sus manos jugaban con esa masa y la daba forma con ímpetu, con un ritmo acompasado como si de un baile de enamorados se tratase. Sus palabras emanaban con tanta dulzura que yo siempre la obedecía y trataba de aprender de ella. Era como una madre para mí. Carmina era la propietaria de la panadería y quería retirarse, por lo que me contrató de aprendiz. Yo, a mis dieciocho años, estaba decidida a probar suerte. Era mi primer trabajo y la idea de estudiar se había ido al traste tras suspender varias asignaturas en mi último curso. Pese al disgusto de mis padres, ahí estaba yo, con Carmina, para bien o para mal, absorbiendo sus lecciones, su cariño, las palabras de ánimo y cada día que pasaba me gustaba más el trabajo.
Los días pasaban deprisa. Ya llevaba seis meses a su lado, haciendo hogazas, pan de semillas, integral, barras de aceite, pastas de almendra, croissants rellenos de chocolate y ensaimadas.
El momento mágico de la mañana era cuando sacábamos el pan del horno, sobre las seis de la mañana. Los sentidos se embriagaban de un placer celestial, con ese aroma que inundaba el lugar y todo lo malo parecía desvanecerse. Era justo cuando nuestros corazones se llenaban de gozo y el ánimo se desbocaba produciendo una explosión de vida y buen humor. Era como el ritual de cada mañana, como flotar en el aire.
Llegó el día de mi cumpleaños, el 25 de julio, y al igual que cada día, ambas nos sentábamos, sobre las siete y media, a comer unos croissants acompañados de un café, cremoso y calentito, que nos traía Joaquín, el repartidor del pan, de un bar del pueblo.
—Y ¿Cómo vas a celebrar tu cumpleaños? ¿Harás algo especial hoy con tus padres?—me preguntó Carmina, mientras daba un sorbo al café.
—Sí, mi padre asará unas chuletillas de cordero a la parrilla y mi madre ha preparado tarta de frutas del bosque, que me encanta. Hemos invitado a mis tíos y a mi primo.
—¡Vaya! Seguro que lo pasáis en grande. Me alegro mucho… y¿No tienes ningún noviete?
A pesar de que ambas hablábamos de diversos temas, yo apenas mencionaba mis amoríos, más que nada, porque pensaba que los amores de una adolescente eran algo trivial para ella.
—Bueno…hay un chico del pueblo, Federico, que me gusta mucho, pero creo que está colado por una amiga mía. Así que, no tengo muchas posibilidades. A mí no me hace mucho caso y no quiero interponerme entre ellos. Ella es mi amiga de toda la vida y no quiero perderla.
—Te entiendo, tu conciencia no te lo permitiría. Aún eres muy joven. Cuando menos te lo esperes encontrarás el amor y serás bien correspondida. Te lo mereces.
Yo asentí, esperando que Dios escuchara esas palabras y ella sonrió.
—Por cierto, tengo un regalo para ti—dijo Carmina mientras se quitaba de su cuello un colgante de un trébol de cuatro hojas verde. Quiero que lo guardes.
Me sentí abrumada de tanta amabilidad, pensando que era un objeto muy personal.
—Te lo agradezco mucho, pero no sé si debo aceptarlo.
—Claro que sí—repuso con rotundidad—Pero con la condición de que lo estrenes el día que creas haber encontrado a tu amor verdadero. ¿Me lo prometes?
—Así lo haré. Muchas gracias, Carmina. Eres muy generosa.
—Quiero que tengas un recuerdo mío. Me lo regaló mi madre y yo le hice la misma promesa. Como no tengo hijos, he pensado que tú eras la apropiada para tenerlo.
Yo, muy emocionada, me guardé el colgante en un compartimento del bolso, preguntándome cuando llegaría el día de estrenarlo.
Pasado un año, llegué a la panadería, sobre las cinco de la mañana, como era lo habitual. Me puse el uniforme blanco y el gorro cubriéndome el pelo.
Carmina era muy observadora y notó que sobre mi cuello colgaba el trébol que me había regalado, pues se quedó mirando fijamente. No dijo nada al respecto, esbozó una sonrisa y solamente comentó:
—Te noto hoy más guapa de lo habitual. Será que has dormido bien.
—Puede ser. Este fin de semana he descansado bastante.
Y ambas comenzamos a amasar, hablando de trivialidades y riendo de vez en cuando. Y el pan salió del horno y su aroma flotó por cada rincón.
Pan para tostas con aceite, pan para ese guiso de carne, para el jugo de tomate, para la merluza en salsa, para el jamón curado, con esa rica grasilla, para el puré de calabaza. El pan nos acompañaba cada día, haciendo una fiesta con su menú.
Recuerdo mis tres años en la panadería, junto a Carmina, cuajados de felicidad. Poco después, a ella le dio un infarto. Aunque se recuperó, afortunadamente sin secuelas, se fue a una residencia y allí continúa pasando su vejez.
Langayo, año 2024
Oí que la puerta del desván se abría y mi marido asomó la cabeza por el hueco de las escaleras.
—Lucía, date prisa. Llegaremos tarde a la visita de Carmina a la residencia—dijo impaciente—Recuerda que tenemos que preparar la fiesta de cumpleaños de Sofía.
—Ya voy, Federico. Tenemos tiempo de sobra. Dame unos minutos—y éste desapareció tras bajar las escaleras.
Entonces cogí el colgante y, tras secarme las lágrimas, lo guardé con cuidado en el bolsillo.
«Hoy es el día perfecto para hacerle un buen regalo a mi hija Sofía en su dieciocho cumpleaños» pensé.
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