A esta hora, la mayoría de la gente duerme todavía. A Rafael le gusta estar solo con el chico que lo ayuda, entre las mesadas largas, las puertas de madera que resisten con dignidad, con enormes manijas que fueron plateadas. Hay muchos racks vacíos para acomodar las bandejas, no faltan repasadores limpios, los dos hornos son sólo para él, y a nadie le molesta el ruido de la amasadora.
Las primeras hornadas ya se enfrían sobre el mármol. Está todo vacío; qué placer. No hay que estar peleando con cuatro o cinco personas más por un lugarcito; especialmente con los pasteleros que ocupan toda una mesada con sus chirimbolos.
Los pasteleros se creen los más importantes de la cocina. Ya le tocó trabajar con más de uno. Les encanta lucirse con sus “creaciones”. Rafael siempre dice “No es ninguna ciencia: si pone rico, sale rico”. Una vez le dijo a un pastelero que con esos ingredientes hasta un mono hace algo con buen sabor, y casi se van a las manos.
Los cocineros, encima, son unos gritones que se la pasan empujando, hacen malabares peligrosos con las cuchillas y, por supuesto, también se creen lo más. Es verdad que ellos sacan los almuerzos y cenas; pero tampoco son los dueños del hotel. Andan ensuciando todo y tiran sus elementos a la bacha con un escándalo que a Rafael le pone los pelos de punta. Un día le reclamaron porque él no quería sacar los panes para que el caballero pusiera sus terrinas y sus pasteles de vaya a saber qué. Al pan le faltaba tueste; y ahí se armó otra que tuvo que venir uno de arriba a ver qué pasaba. No quisieron despedirlo. Rafael es muy bueno en lo que hace; solamente necesita estar concentrado y que no lo molesten, dijo el director.
Por eso lo cambiaron a desayunos. Habrían creído que se iba a quejar, pero si esto era un castigo, fue el mejor castigo del mundo. Ahora trabaja tranquilo, de madrugada, para sacar el pan y las facturas antes de que lleguen todos los de la mañana, se abra el salón y empiecen a llegar todos los de blanco, corriendo de acá para allá como médicos de emergencias, gritándose, pidiéndose permiso de mal modo…
Un día, mejor dicho, una noche, se apareció este ayudante. A Rafael no le causó ninguna gracia, pero el chico parecía respetuoso, muy bien dispuesto. Le dijo que lo mandaban cuando había muchas habitaciones ocupadas y se iban a necesitar más pancitos y medialunas. Dijo que iba a venir de vez en cuando, pero cada vez viene más seguido. Igual es bastante callado y se puede trabajar con él.
Se nota que le gusta aprender de Rafael. Lo mira mucho y le pregunta poco, como si desde el principio hubiera entendido que es un hombre de pocas palabras y que preferiría estar solo. Le acerca lo que va a necesitar en el momento justo, pasa el trapito por donde hace falta, se sienta cerca y le ceba un mate cuando no hay nada más que hacer. A veces toca esperar. Es cómodo estar con él. Lo siente como al hijo que no tuvo, aunque no se digan más que unas palabras en toda la noche.
Hoy es jueves; mejor dicho, viernes, porque todavia no salió el sol, pero ya es bien de madrugada. Rafael se acuerda, vaya a saber por qué, de su mamá, que los viernes hacía el pan trenzado para el sábado. Capaz que viéndola amasar se le dio por la panadería.
Rafael había amasado a mano un pan como el de ella, para comerlo con su ayudante cuando estuvieran esperando la última hornada. Pero hoy el chico no vino.
Rafael saca la pava del fuego, ceba el primer mate, mira de reojo el horno; va todo bien. Acerca la bandejita del pan trenzado y comprueba que ya está tibio. Lo parte con las manos, como hacía el papá.
Rafael se ceba otro mate y come su pan en silencio.
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