¿Cuál es el origen de todo lo que hace el ser humano? ¿Acaso sabemos quién hizo el primer fuego en la historia? ¿Quién observó por primera vez los cielos preguntándose qué significaban? ¿Quién fundó la primera ciudad? ¿Quiénes fueron los primeros padres? Estas preguntan siempre me guiaron en la vida y en mis viajes. Y, aunque es pequeña en comparación con las otras, tengo el honor de saber una de ellas: quién hizo la primera hogaza de pan.
Ustedes ya me conocen. He viajado por todas partes del mundo, y he conocido lugares de ensueño, y otros que no lo son tanto. Visité y admiré las más diversas culturas. Y seguro se estarán preguntando ¿no había muerto este tipo? Pues no. Únicamente dejé la vida pública. Muchos creyeron que los nativos me habían ultimado. Lo cierto es que caí fulminado, sí, pero por los intensos ojos negros de una bella muchacha. Me enamoré y decidí dejar la vida nómada. Y lo que voy a contar forma parte de esta última expedición.
No tenía decidido que fuera la última, pero las circunstancias así lo dictaron. Desde hacía años quería conocer al pueblo Tok´umba, poco estudiado debido a dos razones: la primera, su falta de interés en el contacto con el hombre blanco, y la segunda, su geografía tan particular. Enclavado en el valle de Kirombo, en las últimas estribaciones de las montañas Kuekal, era de muy difícil acceso.
Cuando llegué, fui recibido con cierto recelo por los habitantes, pero no por el jefe de la tribu, que me acogió amablemente. Era un hombre de unos cuarenta años, ajado por el paso del tiempo, y bastante sabio, que ya había tenido algún contacto con forasteros. Tanto él como yo hablábamos un poco de inglés y pudimos entendernos sin mayores inconvenientes. Me invitó a quedarme y fue así que comencé a pasar una temporada con ellos, me enamoré de la muchacha y decidí echar raíces allí.
En la víspera de la luna llena, la primera desde mi llegada, comenzó a prepararse una especie de ceremonia ritual. Mi amada, con la que ya convivía, me explicó, mitad con señas y mitad con una mezcla de mal inglés y Tok´umba, que celebraban los tributos de los dioses.
En esta cultura, una de las pocas en el mundo con esta creencia, las personas no están al servicio de los dioses, sino al contrario. Las deidades son nuestros sirvientes, y los rituales se llevan a cabo, en cada luna llena, conmemorando el momento en que los dioses descendieron a la Tierra y se pusieron a trabajar para los seres humanos.
Los Tok´umba creen que sus dioses son eximios artistas, que esculpieron las sierras y los valles, modelaron al hombre con barro, pintaron las estrellas sobre el fondo negro del cielo, y lo que más me importa contarles hoy: amasaron el primer pan, y les enseñaron a las personas a elaborar sus propios alimentos.
En cada aldea, en cada casa y en cada familia se amasaban y se horneaban cientos de hogazas de pan. Usaban harina de mi´lda, un grano que crece en la zona, mezclado con miel. Todos, desde los más ancianos hasta los más pequeños, estaban abocados a la tarea de obtener ese pan, mitad exótico, mitad exquisito.
Mi bella esposa me enseñó cómo hacerlo. Con dulzura, y con esos ojos que me herían la vista, dirigía mis manos y mi alma en la elaboración de este producto que no era un alimento más. Era el símbolo de la sumisión de los dioses. Amasar ese pan era más que una tarea. Era un acto de amor.
Esa noche, y con la luna ya en lo alto del cielo, el clan al que yo llegué a pertenecer, se sentó al completo alrededor de una fogata gigantesca. Estaba formada por un fuego central, que alcanzaba más de veinte metros, y dos más pequeños a los lados. De lejos, semejaba una persona sentada en posición de loto. Era la representación de los dioses.
Pasados unos minutos, el jefe de la tribu se levantó y comenzó a entonar unos cánticos totalmente ignorados por mí. Su voz era bella y melodiosa, y esos sonidos elevaron mi espíritu hasta cotas que jamás había conocido. Mi esposa me tomó de la mano, y con ternura trató de explicarme de qué iba la cosa. No entendí parte de lo que me dijo, pero alcancé a comprender que ese hombre invocaba los espíritus de los dioses para que se hicieran presentes e inundaran con su sabiduría y compasión a todos los miembros del pueblo.
Cuando hubo terminado de cantar, algunos de los miembros se levantaron y tomaron una de las tantas hogazas de pan, que habían sido dispuestas cerca del fuego. Volvieron a sentarse y comieron un pequeño pedazo. Acto seguido, volvieron a levantarse y le llevaron un trozo de pan a algún otro miembro de la tribu. Mi amada hizo lo mismo, comió un poco y luego lo compartió con uno de nuestros vecinos.
El ritual se prolongó, y se repetía. Alguien se levantaba, comía un trocito y luego compartía con otro. Algunos de los miembros de la tribu se acercaron y me entregaron trozos de pan.
Cuando la ceremonia terminó, cada familia se retiró a su hogar. Con mi bella esposa llegamos y nos tendimos en la cama. Yo, aún embriagado por el exquisito sabor de ese pan y las desconocidas melodías todavía sonando en mi cabeza, quería saber qué era lo que había ocurrido. Con infinita paciencia ella trató de hacerme entender. Hasta que lo logró.
Comprendí finalmente que había obtenido respuesta a una de las tantas preguntas que me había formulado a lo largo de mi vida. Un dios, amable y benevolente, había amasado el primer pan y se lo había entregado a los humanos, junto con el conocimiento para hacerlo. Pero no para que solo se alimentaran, sino como símbolo de arrepentimiento, perdón y amor.
Cada uno de los que comió un trozo de pan, y luego compartió con otro, estaba pidiendo disculpas por algún agravio u ofensa. Ese pan simbolizaba la unión entre las personas. No eran los dioses los que perdonaban. Eran los seres humanos quienes lo hacían. Entendí que algunos de los miembros de la tribu tenían recelos para conmigo, y esa era la forma de arrepentirse. Al tomar el trozo ofrecido, y comerlo, uno demostraba que absolvía al otro.
Tal vez ésta sea mi última comunicación. Y mientras escribo esto, voy quitando las migajas de pan que caen arriba del papel, ya que sigo disfrutando de este delicioso alimento. Un símbolo del arrepentimiento, del perdón y de la compasión, que tanto y tan bien nos haría a los seres humanos, si tan solo estuvieran dispuestos a poner este hermoso ritual en práctica
Extraído del diario de viajes de Karl W. Schneider
Valle de Kirombo
30 de agosto de 1939
Traducción del alemán al español: Notan Vochej
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