Rosa, la panadera

Rosa, la panadera

Rosa, la panadera

En la localidad de La Serranita, Córdoba, Argentina, de tan solo 500 habitantes, había una panadería, conocida por todos, a la que concurrían los pobladores del lugar y los vecinos de poblaciones cercanas, por la calidad de sus productos.

Allí trabajaba Rosa, una joven encantadora, que horneaba riquísimos pasteles, facturas, muffins, galletas y también tortas, siguiendo las recetas más tradicionales, con ingredientes frescos y naturales y además amasaba un pan negro, cuyo aroma y sabor eran irresistibles.

Todos conocían los ingredientes del pan integral, pero decían que este tenía un agregado especial: un beso encantado de la joven.

Todas las mañanas, muy temprano, Rosa llegaba al obrador y comenzaba su tarea. Medía perfectamente los ingredientes y realizaba los panes uno por uno, nunca en cantidad. Ella decía que allí estaba su secreto. Porque cada uno tenía vida propia y jamás olvidaba darles un beso con todo su amor.

Elegía la mejor harina integral y la levadura bien fresca y seleccionaba y pesaba cuidadosamente las semillas de lino, sésamo blanco, sésamo negro, girasol y calabaza. Siempre contaba que el mejor espectáculo para un panadero consistía en ver crecer la masa. Así que le encantaba contemplarla para observar cómo aumentaba su volumen al doble.

Don Ramón, dueño de la panadería, siguiendo el consejo de la joven, había adquirido un horno a leña especial, con gran capacidad, que daba un sabor y aroma únicos.

Una mañana entró a la panadería un señor buscando a Rosa. Provenía de Tennessee, Estados Unidos y quería hacerle una propuesta.

Le contó que tenía un proyecto para instalar una panadería en su pueblo, Gatlinburg, lugar de montaña. Y como le habían llegado los mejores comentarios de los panes y pasteles de Rosa, a través de una nota periodística que le realizaron en una revista española, quería contratarla para que fuera la maestra panadera, la encargada y posteriormente, si tenían éxito, abrirían una cadena de panaderías, y ella se convertiría en su socia.

Rosa no era ambiciosa, pero la idea de conocer Estados Unidos la tentó; siempre había estado en sus planes.

Los vecinos le organizaron una fiesta de despedida y con su valija con un poco de ropa y algunas pertenencias significativas para ella, partió rumbo a su nuevo destino.

Cuando llegó a Gatlinburg, Rosa quedó maravillada. Había una gran diferencia con su pequeño pueblo y muchos más habitantes, pasaban de 3500. Los paisajes eran asombrosos con sus montañas y ríos. Don Oscar Stevenson, la alojó en su casa con su familia, hasta que ella pudiera alquilar un lugar.

Muy pronto le mostró el local, hicieron las compras necesarias de amoblamiento y máquinas y por supuesto, el horno a leña fue a elección de la muchacha, a semejanza del de su pueblo.

Rosa comenzó a trabajar sola, pero debido a su éxito inmediato, don Oscar contrató más empleados a quienes la muchacha enseñaba y daba las indicaciones.

Cuando el aroma a pasteles horneados inundaba el pueblo, se formaban largas filas de personas que concurrían a comprarlos y ni qué decir cuando Rosa amasaba el pan negro. Siguió realizándolos uno por uno como era su costumbre, sin olvidar el beso cuando los terminaba.

El señor Stevenson se dio cuenta del éxito obtenido y como era un gran negociante comenzó a comprar más locales con más personal, que Rosa preparaba y supervisaba.

Esto ya no era del agrado de la muchacha, ya que ella no podía atender en forma personal tantos locales y no podía dar su beso amoroso a todos los panes. Para conformarla, don Oscar le ofrecía continuos períodos de vacaciones para que ella viajara recorriendo el país y conociera hermosos lugares.

Transcurrieron dos años, la muchacha había ahorrado una gran suma de dinero, pero no era feliz. Ella siempre había amado la forma artesanal y sencilla de realizar panes y dulzuras y lo que estaba haciendo se alejaba mucho de aquel comienzo. El proceso se había industrializado, utilizaban máquinas, saborizantes y conservantes, por lo que los resultados en el paladar no eran iguales. Así que habló con don Oscar y como ya había mucho personal que seguía sus pasos como maestros panaderos, le dijo que le agradecía la gran oportunidad que le había dado, pero que prefería volver a su pueblo.

Y así lo hizo.

Su casa había estado alquilada por dos años, así que los inquilinos justo habían cumplido el contrato y se habían ido. Ni bien llegó volvió a instalarse en ella.

Al día siguiente fue a darle la noticia a don Ramón, pero se encontró la panadería cerrada y el local vacío. Como este vivía muy cerca de allí, se dirigió a su casa.

Cuando don Ramón abrió la puerta y se encontró con la muchacha, su alegría fue inmensa. Le contó que desde que ella se había marchado la panadería ya no funcionaba como antes y perdió la clientela, entonces decidió cerrarla y jubilarse.

Rosa se sintió muy apesadumbrada, charlaron un rato y luego se marchó. Tenía mucho en qué pensar sobre cómo seguiría su destino.

La muchacha se encontraba acomodando las cosas de su casa, cuando sonó el timbre. Era don Ramón con una propuesta para ella. Ya que su local no se había alquilado, le proponía a Rosa que lo hiciera e instalara allí su propia panadería y, con el tiempo, le daría facilidades para que lo comprara.

A ella le pareció una idea fantástica, ya que había logrado ahorrar una importante suma de dinero en esos dos años, y lo vio como un proyecto posible. Aparte, don Ramón le dio la hermosa noticia de que el horno, elegido por ella, no lo había vendido y lo tenía guardado en su casa.

Y así comenzó una nueva etapa de felicidad para la muchacha.

El aroma de los pasteles y facturas pronto se hizo sentir y cuando comenzó a hornear su pan negro, otra vez, los habitantes del pueblo empezaron a llegar y se corrió la voz hasta las poblaciones vecinas.

Rosa creó recetas nuevas, agregó donuts, cinnamon rolls, caramel candy y cupcakes, típicos del lugar en el que había vivido en Estados Unidos.

Si tuviésemos que pensar en una moraleja para esta historia, sería que: “las cosas hechas con dedicación y paciencia, además de mucho amor, tienen más éxito y perduran más en el tiempo”.

Y si hiciéramos caso a las leyendas, también contaríamos que circula una en la villa La Serranita: “cuentan los moradores que un apuesto muchacho de una población cercana quiso conocer a Rosa para recibir sus besos encantados que tenían tanta magia para crear el pan más rico del mundo y así nació una hermosa historia de amor…”, pero eso, “es harina de otro costal”.

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