Creación del pan

Creación del pan

Empecé a hacer pan porque era más barato conseguir la harina y elaborarlo en casa que comprarlo en la panadería. Entre la inflación y los bajos salarios, el dinero casi no alcanzaba para pagar una barra de pan cada día. Mi padre medía los ridículos incrementos salariales o los pesos que caían de sorpresa en barras de pan, por lo que era común escucharle plantear como cosa seria: “La jubilación de tu abuela es veinte barras y media de pan”, “Ahora gano cinco barras de pan más” y luego fueron “diez barras menos”. El pan era la medida del desarrollo/subdesarrollo y del crecimiento/decrecimiento económico del país y, por ende, de la familia.

Empecé a hacer pan porque las colas para comprarlo sufrían de gigantismo y tenían la extraña capacidad de hacer metástasis. Además, era espantosamente visible cómo calidad y precio eran inversamente proporcionales, y no en el buen sentido. En mi mente la comida y la cultura siempre han ido de la mano. Comer mediocremente termina invariablemente por afectar tu forma de pensar. Y que conste que no hablo de tener que usar ingredientes caros ni exóticos, sino de tener la creatividad y la sabiduría milenaria de obtener decenas de sabores diferentes con los mismos ingredientes de todos los días. Como el pan, que básicamente cambia por las proporciones de harina, agua y levadura.

Inspirada por la caótica situación desempolvé un libro de recetas ilustradas titulado “Panes de Europa”. No pude evitar pensar que no era nada extraño que en una casa caribeña el libro de recetas a mano fuera justamente de panes europeos. Así había sido siempre, y dudaba sinceramente de que en el futuro cercano cambiaría. Dudé incluso de que lo quisiéramos cambiar. Así que abracé la idea del pan como puente universal y le di la bienvenida en mi cocina tropical al desfile paneuropeo: focaccia italiana, pan de centeno alemán, pan de soda irlandés, baguette francés, pan trenzado polaco con un nombre imposible de pronunciar, pan de leche suizo, payés catalán, pan de maíz portugués, pistolet belga, pan de aceitunas español y otros que ya se me confunden en la memoria.

Casi podía olerlos, sentir el aroma inconfundible y acogedor del pan acabado de salir del horno que va y le habla directo al corazón, bajito, en un susurro, como amigos de toda la vida, como amantes de vidas pasadas. Casi podía sentir la masa tibia en mis manos; la sensación de hundir los dedos y romper una corteza firme que da paso a una miga tierna; el placer del pan desmoronándose entre la lengua y el cielo de la boca; la síntesis de la humanidad que significa llevar el pan a la mesa, cortarlo y dárselo al otro para saciarle el hambre física y emocional.

Materializarlos en mi mundo llevaba mucho de invención. Pero, si hay algo que aprendieron todas las mujeres de mi familia para hacerse con la cocina fue la capacidad invaluable de modificar recetas y sustituir ingredientes. El resultado final, más que una copia textual, era una traducción libre, una obra nueva. Mis panes eran primos criollizados de aquellos del libro: se podía ver, aunque no siempre, el ancestro común, pero cada cual tenía su personalidad propia.

Mi abuela me enseñó desde pequeña que el ingrediente secreto de todas sus comidas era el amor. De niña imaginaba que en algún estante de la cocina estaría escondido un frasquito antiguo y reciclado, aparentemente vacío, que intentaba pasar desapercibido, y que tenía atesorado el amor de mi abuela. A las nietas nos gustaba revolotear por la cocina, sobre todo cuando estaban haciendo natilla de chocolate. Nos gustaba disputarnos el derecho a lamer el cucharón de madera o de meter los dedos en la olla de metal para rescatar los restos de natilla tibia. Pero mi abuela invariablemente cogía un paño y nos mandaba a volar como si fuéramos gallinas sin cabeza. Por eso siempre pensaba que cuando se quedaba sola, volteaba sigilosamente a ambos lados, verificando si había algún intruso. Si el área estaba despejada finalmente, sacaría el frasquito mágico, se inclinaría sobre la olla como sobre una poción mágica y echaría rápidamente, casi como si fuera delito, las dos goticas reglamentarias de amor.

Yo no tenía un frasquito de esos, pero cuando empecé a amasar pan el amor, la alegría, el entusiasmo, el miedo, la tristeza o la ira pasaban de mis manos a la mezcla, y no necesariamente en gotas. Mi producción sufría invariablemente de cambios de sabor y textura, en dependencia del “ingrediente secreto”. Hice panes que bien hubieran servido como ladrillos para una casa; otros tan suaves que de mirarlos se desmoronaban asustados; otros que hicieron llorar a moco tendido a más de uno, y otros que provocaron que alguno perdiera la dentadura postiza en un ataque de risa.

Luego de días de intentos fallidos por dominar el antiquísimo arte de la preparación del pan, con sus más de 9 000 años de antigüedad, recordé las dos goticas reglamentarias de mi abuela. Para que el pan fuera excelente había que tener mesura. Aprendí, frente a los gramos y los mililitros, frente a los 180 grados centígrados del horno, frente a la masa homogénea entre mis manos, frente a la estela de harina volando a contra luz, frente al delantal sucio y el pelo despeinado, frente a la acumulación de trastos sucios que mi madre siempre venía a socorrer previendo un desastre, frente a la ayuda de los brazos fuertes de mi hermana y sus brillantes innovaciones y frente a la alegría de todos al comer un pan recién sacado del horno, a poner la cocina, mi cabeza y mi corazón en órbita lunar. Aprendí a crear un espacio “secreto” y seguro donde mi pan germinaba y florecía para deleite del hogar.

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