Se despertaba puntualmente a las dos de la madrugada. Luego de higienizarse y de tomar un cargado café negro, sus ajadas y viejas manos se preparaban para la incesante labor que venía realizando con tanto esmero, dedicación y amor desde hacía más de cuarenta años: elaborar el pan.

No era panadero y no tenía un comercio, ni vendía lo que hacía. Simplemente era un hombre bondadoso que elaboraba unos pocos kilos diariamente para agasajar a sus vecinos y amigos, para obsequiar a los que menos tienen, para apaciguar su deseo de crear algo hermoso. Viudo desde muy joven, y sin hijos, elaborar pan era una manera eficaz de no sentirse tan solo.

Todos los días, y a la misma hora, preparaba pacientemente la masa, que luego se convertiría en un producto maravilloso, alimenticio y embriagante, aquél que acompañaba a la humanidad desde sus inicios. Su esmero y concentración en la preparación eran legendarios. Cualquiera que hubiese degustado el pan que elaboraba, coincidía en que nunca había probado algo tan delicioso y sin igual.

Utilizaba siempre ingredientes de la mejor calidad. No aceptaba nada menos. Tomaba cada uno de ellos, los seleccionaba, los medía, los pesaba y los mezclaba con el amor y la dedicación que eran dignos de su resultado. Su creación debía ser la mejor, aquella que hubiesen comido los dioses si se les diera la oportunidad de hacerlo.

Y, como todo gran maestro, mantenía siempre en secreto la receta que le permitía deleitar a los comensales. Jamás persona alguna pudo conocer cuáles, y en qué proporciones, eran los ingredientes que utilizaba. Una gran parte de la magia de ese maravilloso pan debía incluir el secretismo en el que siempre se manejó. Aunque no era de mucha importancia. El resultado era tan maravilloso que dejaba sin palabras a quien quisiera probar.

Cada vez que alguien osaba en preguntarle, luego de degustar el maravilloso sabor de ese pan increíble, contestaba lo mismo: “si supieras cómo está elaborado, tal vez no lo comerías”. Y esbozaba una amplia sonrisa. Los demás, conscientes del tipo de humor que manejaba “el panadero”, como lo apodaban, sabían que era una broma.

Claro que no todos se conformaban con la jocosa réplica. Algunos querían saber qué usaba, de qué forma, y cómo elaboraba ese extraordinario producto. Tal vez por curiosidad o tal vez por envidia, pero querían saber. Pero averiguarlo no iba a ser sencillo. No se sabía de dónde obtenía las cosas que utilizaba, ni en qué lugar las almacenaba, y mucho menos se podía tener acceso a su cocina. Entonces, ¿Cómo hacerlo?

Uno de los muchachitos del pueblo se propuso el objetivo de indagar. Debía saber. Lo consumía la envidia. El viejo era famoso en toda la comarca, y el joven quería robarle la receta para poder él mismo elaborar un pan que fascinara a todos. El anciano había sido famoso durante demasiados años. Ya era hora que se hiciera a un costado. Si no era por voluntad propia, tendría que serlo por la fuerza.

Diagramó un plan de acción, lo estudió durante días y llegó a una conclusión. La única manera era allanar la casa del viejo, cuando él no estuviera. Así que estudió sus horarios y sus costumbres, hasta que decidió cuál sería el mejor momento para actuar.

Y una tarde, cuando el anciano dejó la casa para dar una larga caminata por el pueblo, tal era su costumbre, el joven decidió que era su oportunidad. Yendo por detrás de la propiedad, encontró la ventana pequeña que siempre estaba abierta, para permitir la circulación de aire. Era de las dimensiones suficientes para que su esmirriado cuerpo pudiese colarse por la misma. Y entró sin ser invitado. Al fin podría saber ese misterio tan eficazmente guardado.

Recorrió uno a uno los cuartos abiertos de la propiedad sin encontrar nada en absoluto. Hasta que llegó a uno que estaba eficazmente cerrado con llave. Comenzó a buscarla, pero sin éxito. El viejo debía llevarla encima. Entonces decidió romper la cerradura. Consiguió algo adecuado para tal menester, y logró entrar. Era la habitación donde el viejo elaboraba el pan.

Al principio no encontró nada significativo. Únicamente ingredientes comunes y básicos. Nada misterioso. Buscó por todos lados por si de casualidad hallaba algún escrito que le revelara la receta, pero sin éxito. Sin embargo, llamó su atención que ciertos elementos no eran reconocibles como parte de los necesarios para la elaboración del pan. E indagó más de cerca. 

Más allá de una semioculta puerta, que semejaba la de un frigorífico, encontró los cuerpos congelados de muchas personas, a las que reconoció como aquellas que recientemente habían fallecido en el pueblo. También observó una curiosa máquina de secado. Y un molino. Intuyó, correctamente, que una parte de la harina con la que se elaboraba ese exquisito, aunque exótico pan, era obtenida a partir de carne humana.

La repulsión le provocó náuseas, y un sentimiento de vacío indescriptible. Conocía finalmente el ingrediente celosamente guardado en secreto. Y deseó no saberlo. Pero lo que más quiso fue no haber probado nunca ese pan, que ahora le producía una clara repugnancia.

Aunque de algo podemos estar seguros. Lo que nunca deseó es ser él mismo un ingrediente de ese pan. El viejo había regresado de su paseo, y con la mirada despiadada, y un certero golpe en la cabeza, puso fin a la vida del jovencito, que de inmediato pasó a ser uno más de los cuerpos que, prolijamente, estaban acomodados en el congelador.

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