Cea, 24 de agosto del 2024

Teresa:

Han pasado veintiún días desde la última vez que nos vimos en el “Concurso de Panadería 2024”. No recuerdo que hayamos dejado de vernos tantos días en todos los años que dura nuestra amistad. A los diez años no nos vimos durante tres días porque te dio sarampión. Logré escabullirme para llevarte los dulces arándanos de mi abuela. Tus favoritos. Y me dio sarampión, pero valió la pena. A los quince años, mi apendicitis no dejó que nos viéramos durante una semana, hasta que mi madre te convenció para que vinieras a verme. Llegaste con las manos vacías, pero yo guardaba para ti los arándanos. Hace tres semanas perdiste el privilegio de disfrutar las exquisitas bayas de mi abuela. Hoy, antes de partir a París, me sentí obligada a comunicártelo, dado que la lentitud mental de la que has hecho alarde durante el concurso no te debe haber permitido llegar a esa conclusión por ti misma.

Imagina mi sorpresa y la de los jueces cuando te presentaste en el concurso con un pan con el mismo nombre que el mío: “Pan de arándanos, semillas de chía y un toque de dulzor”. Ni siquiera le cambiaste el nombre; los jueces lo hicieron por ti, quitando el “toque de dulzor”. Como si lo hubieran sabido. Debí decirles, pero entonces yo tampoco hubiera podido participar. ¿Robaste la receta antes de saber cuál era el premio o después? Una beca de un año en la mejor academia culinaria de París fue tu perdición, ¿verdad?

Cuando vi a mi hermana Claudia buscando la receta, supuse que la había perdido. Cosas de escritoras, pensé; tiene garabatos escritos hasta en los tickets de la compra. Ella insistía en que se la habían robado, que jamás la perdería. Esa era la estrella de su nuevo libro: “Recetas con Historias”. Después de aquello, mamá cerraba la puerta de la cocina con una tranca de madera enorme. Mi hermana escondía su cuaderno con las fórmulas mágicas que yo le dictaba y las hojas llenas de aventuras que se le ocurrían mientras yo amasaba. Y la abuela no dejaba de menear la cabeza, hasta que se le caía la pañoleta. Claudia insistía en que tú y la extraña desaparición eran cómplices. Como siempre, ella va a por ti, desde los primeros arándanos. Y yo, como siempre, pensé que eran celos de hermana.

La receta que robaste consistía solo en letras que Claudia unió para nombrar ingredientes y describir instrucciones. Nada más. Cuando te llevaste la receta y dejaste su historia, perdiste el concurso. ¿Creíste que unos arándanos eran suficientes para darle “un toque de dulzor”? Eran los arándanos de mi abuela. Mira qué eres nula.

Si te hubieras llevado la historia, quizás hubieras entendido algo. Yo amaso el pan, lo envuelvo, lo acaricio y lo golpeo con suavidad. Entonces mi padre, con sus manos de piel estriada y callosas, lo pellizca para tomar una prueba. Sus ojos sonríen porque sienten en ese pellizco el dulzor de su tierra, la sal de su sudor y la alegría de una buena cosecha. Y cuando toca repetir el proceso, él sigue ahí a mi lado, para sacar otro pellizquito. Su sonrisa es la mejor levadura de mi pan. ¿Cuántas veces amasaste el pan? ¿Cuánto tiempo lo dejaste leudar? La paciencia y la dedicación son el mejor amigo de un buen pan.

Mientras, mi madre enciende el horno con la leña de algún árbol familiar caído en desgracia, que chispea con orgullo, dándole a mi pan todo el calor que necesita, pero solo cuando lo necesita. Nadie como ella para arrullar la masa con poemas antiguos o con canciones que se inventa para animar el pan y para mantenerme alejada de la terrible tentación de abrir la puerta del horno. ¿Precalentaste el horno antes de meter el pan? ¿A qué temperatura lo cocinaste? La atención al detalle hace la diferencia entre un pan esponjoso y cualquier pan.

Y, por último, la abuela lanza sus arándanos sobre la masa, con tanta pasión que logra que se engasten como si fueran los más valiosos rubíes. Y entre todos hacemos el conteo de lanzamientos, a ritmo de sus raíces, a ritmo de béisbol. Siempre tiene más hits que outs. Tú de pasión sabes poco.

¿Y Claudia? ¡Ay, Claudia! Esa brinca a mi alrededor, como si brincara sobre las hogueras de San Juan, haciendo conjuros mágicos siempre con su pluma en la mano, esa que tiene musas nadando en la tinta. Balbucea palabras sueltas, según ella las mejores para contar la historia que acompañará la receta de mi pan en su nuevo libro.

Claudia, la de las mil plumas. Ella siempre te vio, como yo te veo hoy. Mamá dice que las dos somos iguales, mi hermana con sus plumas y yo con mis levaduras. Claudia envuelve, acaricia y golpea con suavidad cada letra y les enseña a abrazarse, hasta que cada una por convicción propia decide unirse a las demás y crear oraciones que la hacen fermentar. Tú solo viste un mesón lleno de harina. Te perdiste lo mejor, sus dedos azules nos cuentan de dónde sale el “toque de dulzor” que hizo ganador a mi pan. Esta carta lo resume bastante bien, pero te recomiendo que compres su libro. Te ayudará a entender en qué parte del camino te perdiste. Aunque mi escritora favorita dice que siempre estuviste perdida, que lo que tienes que hacer es encontrarte. Tiene razón, como siempre. ¿Qué le vamos a hacer?

Estas tres semanas se convertirán en un año. Estaré en París, en mi salsa, o debo decir en mi masa. Tú no irás, y la invitación que pensaba enviarte quedó cancelada el día del concurso. Has trabajado mucho para quedarte en el pueblo, te lo ganaste. No volverás a probar de mi mano los arándanos de la abuela y mucho menos conocerás la nueva receta de mi más exquisito pan francés que crearé después de mi curso en París. La traición es una levadura que amarga el pan, por eso quedaste de última en la prueba, espero que no amargue también tu vida.

No podremos decir “Siempre nos quedará París”.

Au revoir,

Ana

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