No, no lo aprecian. O sí. Se lo están llevando, deben tener hambre.
Si pudiera comunicarme con ellas, les diría que ese pan que almacenan no es exactamente pan. Ese pan es una argamasa de pan congelado y recalentado tan habitual en grandes ciudades, tan habitual en las sociedades de las prisas y las ansiedades, y con un interior vacío, insulso y hueco y perfectamente olvidable. No, no es pan. ¿Me escucháis?
Recuerdos. Recuerdos de la niñez, de esa época de la vida en la que tantas cosas se quedan grabadas a fuego. Que tanto lo que ves como lo que imaginas o intuyes nadie podrá borrar, porque así lo ha decidido tu cabeza. Hoy es lunes, a ellas les da igual. Como a mí.
La panadería. Los cristales que daban a la calle siempre estaban empañados en invierno, y al abrir la puerta una campanilla colgada disimulaba el estrepitoso chirrido de sus bisagras. Grande, umbría y oscura, el color de los azulejos y las paredes confirmaba el paso del tiempo. Todo giraba alrededor del horno de leña, omnipresente en la estancia, el faro de la panadería. Las arrugas de la frente del panadero, siempre sudando, revelaban que era un trabajo duro, mucho más duro de lo que cualquiera podría imaginar. Mientras la ciudad dormía, sus manos ya estaban despiertas y en forma, su sonrisa preparada y su delantal inmaculado.
Fuego. Cuando el panadero abría la portezuela del horno me quedaba hipnotizado con el crepitar de la leña, con los fogonazos de las ascuas al removerlas, con el vapor que empañaba hasta los cristales de las gafas de mi padre. Me reía. Nos reíamos. El mostrador de la panadería estaba repleto de obras de arte, decía mi padre. Mis cinco años pensaban que por eso también había alguna panadería a la que llamaban “obrador”. Polvo de harina en los dedos, en la nariz, en los labios, en sus gafas.
No paran de llevarse ese amasijo. ¿En qué año estamos? La pared tan blanca como siempre, y el reguero de hormigas sigue un camino rutinario. Una detrás de otra, otra detrás de una. Qué sociedad tan rara, no les queda más remedio que estar cortadas todas por el mismo patrón. Tiempos modernos, o tiempos nuevos-tiempos salvajes, que decía la canción. Hoy es jueves, ya me he acordado. Me entretienen las hormigas, más que las visitas de los domingos, que siempre son diferentes, y me llaman por mi nombre y me tratan como si me conocieran de toda la vida. Los niños me dicen abuelo, y yo me comporto como si lo fuera. Son niños.
Olor, sí. Eso era. Olor a trabajo, olor a infancia, olor a vida y a inocencia. Olor a humo, a tomillo, olor dulzón de masa horneándose, olor a hierbas y harina, olor a chocolate y a crema pastelera, a coca de nueces y pasas, a cabello de ángel y a empanada de masa crujiente, olor a campo y a rocío, a molinos de viento y a espigas de trigo, a migas del pastor y a hojaldre recién hecho. Olores que imaginas y olores que percibes, que los sientes. No, en realidad hoy es viernes.
Estimadas compañeras de habitación, hacedme caso, por favor. Insisto, no es pan. El pan es sudor, es cariño, es dedicación, es esfuerzo con amor, es fuego y olor. Es el pan reñido del niño yuntero de Miguel Hernández, que mi padre recitaba y yo no entendía. Es volver a las fragancias, a la alegría y a las sonrisas, a la tranquilidad y al sosiego, a los rayos de sol sobre una rebanada de miga esponjosa, suave, bañada en aceite de oliva. Eso sí es pan, queridas, pero lleváis una vida tan ajetreada que ni siquiera os dais cuenta.
Hoy debe ser martes, seguro.
O no.
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