La escena no era muy agradable. El ambiente se había saturado de un tufo de putrefacción semejante a una nube gris pegajosa. La habitación era muy estrecha, a lo más tendría unos seis metros cuadrados, mala iluminación y un baño diminuto. El hostal llevaba el nombre de Hurmiento y había sido el refugio de Don Pascual por muchos años. Llegó allí para asentarse hasta el último día de su vida. Tal vez Pascualito, como lo llamaban los clientes, tenía previsto quedarse unas cuantas noches, pero el tiempo se fue acumulando con las motas de polvo que se filtraban por la rendija de la puerta hasta formar un manto frágil y arenoso de días desmoronados, entretejidos de lágrimas escarchadas. Cada semana había vuelto el pobre hombre para desahogarse derramando el llanto por las noches en su almohada. De nada le sirvió tanta insistencia y perseverancia porque Doña Lola, su mujer, no le perdonó nunca su traición condenándolo a una vida solitaria y depresiva.
Su cuerpo yacía semidesnudo con su enorme panza protuberante. Había salido de la ducha y al recostarse se quedó tumbado para siempre, abultado con toda su masa, formando una gran hendidura en el colchón. Su mirada era, más que temerosa, alarmante. Quizás algo le hubiera causado sorpresa, tal vez un ruido inesperado, un recuerdo letal o un dolor intenso, pero solo el forense podría aclarar las razones del fallecimiento.
Pepín, el ayudante del inspector Anaya, dijo con su voz melodiosa y aguda: “Se petateo así nomás, inspector…”. Anaya lo miró con rostro impávido. Con curiosidad miraron de nuevo a aquel afable panadero que durante treinta años había abastecido de bollos al barrio. La señora Leonor fue quien llamó para avisar: “Dígale al inspector que Pascualito ya estiró la pata”. Con esa sencilla forma quiso comunicar que era un problema grave, pues ese día sería difícil conseguir bolillos y teleras para sus tortas de jamón y queso. La muerte inesperada de este ilustre personaje creó una crisis en la economía del barrio. Todos dependían de él y el no saber quién podría ser su sucesor los hacía temblar.
Llegó por fin el forense y comenzó meticulosamente a estudiar el cadáver. “No ha sufrido violencia—dijo el experto con voz de catedrático—, tampoco hay rastros de asfixia ni causas extrañas. Lo más probable es que la razón se descubra en la autopsia, pues parece un envenenamiento o una deficiencia cardiaca o respiratoria. Habrán pasado cinco horas desde su fallecimiento”. Anaya le agradeció la información, aunque ya lo sabía todo gracias a sus años de experiencia. Ordenó que se recogiera el cuerpo y los enfermeros se llevaron lo que denominaron con “El enorme fiambre”. Anaya le ordenó a Pepín que redactara el informe con todo lo primordial. Quedaron en pasarlo a máquina en la comisaría.
El luto cubrió con nubes grises el cielo y a las ocho de la noche cayó una llovizna que alguien relacionó como la reacción de las buenas almas que chillaban a discreción por aquel buen hombre. Nadie comió pan en la cena, era posible ir a la panadería de Doña Rosa, pero por respeto y fidelidad a Pascualito decidieron prescindir de ella.
El funeral fue muy modesto. El ataúd era una caja de madera muy grande, pero barata. A pesar de que los vecinos se habían cooperado para ayudar a la viuda, solo alcanzó para lo más modesto. El cura fue muy prolijo, recordó casi todos los buenos actos del buen siervo de dios. “Nunca antepuso sus intereses y ayudó a quien lo necesitaba. Recordemos con nobleza, hermanos, aquellas ricas roscas de reyes, aquellos panes de muerto, los bolillos y esas famosas barras crujientes de pan…”. Los sepultureros tenían prisa por irse y con paladas decididas taparon la fosa. La gente lloró y se fue.
La señora Lola llegó al local junto con su hermana y su sobrino Ricardo para ver en qué estado se encontraba la panadería. Estaba limpia, había panes que todavía se podían vender bajándoles un poco el precio, sin embargo, los tiraron. Abrieron la caja registradora y vieron algunos billetes, los contaron y decidieron que esa sería la suma promedia de ventas. No era mucho, pero ahorrando un poco se podría invertir bien para algo significativo. No se podría comprar una casa, pero sí muebles nuevos, un coche, ropa y otras cosas necesarias para una viuda aun guapa.
Comenzaron a llegar los clientes atraídos por el olor, preguntando sobre el destino del negocio. “No se preocupen, nosotros seguiremos con las ventas. Aquí mi sobrino Ricardito, será el nuevo panadero”. Ricky, joven, delgado y fuerte, sonrió con sinceridad, pero dada la forma de su torcida boca su expresión pareció un gesto de desprecio. Los clientes se miraron entre ellos con sospecha y se fueron prometiendo volver cuando empezara a hornearse el pan.
—Mire, tía, aquí está la libreta con las recetas de la elaboración de cada tipo.
—Perfecto mijo, pues venga, manos a la obra. Prepara ya algo, sigue al pie de la letra las notas para que esta tarde empecemos a ganar los duros.
Trabajaron toda la tarde y, pasadas las siete, metieron al horno las bolitas de harina. Esperaron en silencio contando minuto a minuto el tiempo indicado en cada receta y fueron colocando los panes en cada estantería y los mejores en el mostrador. Pusieron un platito con trocitos de teleras y bolillos para que la gente los probara y escogiera los que más le gustaban.
La primera en llegar fue la señora Leonor quien después de dar el pésame pidió tres barras y veinticinco teleras. Pagó y se fue. En el momento que la clienta cruzó la puerta, Doña Lola sitió que había un aire de desaprobación en aquella anciana. Se quedó preocupada y decidió ver qué reacción tenían los demás clientes. En todos los compradores sintió rechazo. Por alguna razón la gente no les hacía la conversación y se limitaban a comprar lo que necesitaban y salían. Doña Lola pensó que sería por la pérdida de Pascualito. Trató de recordar la última vez que había pasado un buen rato con su marido y no recordó nada. Le dolió un poco comprender su situación. Pascualito se lo había dicho mil veces: “Paso horas enteras pensando en ti, rodeado de panes, sabes que no los puedo comer, que me moriría, y por eso, me alimento de cosas que solo me engordan. Si estuvieras a mi lado como siempre, otra cosa sería, pero no me quieres perdonar”.
Lola salió a la calle para fumarse un cigarro y mirar el cielo. En voz muy baja se dijo que había sido injusta, que la supuesta infidelidad de su esposo no había merecido aquel castigo, pero era tarde y sabía que él se había suicidado. Nada le habría costado perdonar, pero ya era muy tarde. Tiró la colilla y la pisó. Se le salieron las lágrimas y después le fue imposible contener su pena.
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