En el tranquilo pueblo de San Martín, vivía una adolescente llamada Sofía, cuya vida giraba en torno a una panadería heredada de su abuela. Desde niña, Sofía había visto a su abuela amasar el pan con una dedicación y pasión que casi parecían sagradas. El aroma del pan recién horneado se mezclaba con los recuerdos de risas, historias y canciones que llenaban la pequeña cocina de la casa.
Amasar el pan no era solo una rutina diaria para Sofía; era un acto de conexión con el pasado, con su abuela, con todas las mujeres de su familia que habían hecho lo mismo antes que ella. Cada mañana, antes de que el sol se asomara por el horizonte, Sofía encendía el horno de leña y comenzaba a preparar la masa.
Para Sofía, amasar el pan significaba enfrentar cada día con la misma constancia y tenacidad que su abuela le había enseñado. No importaba el clima ni su estado de ánimo; el pan debía hacerse.
Los días de verano traían una cálida brisa que se colaba por las ventanas de la panadería, llenando el aire con el aroma de la masa fermentando. En invierno, la humedad y el frío hacían que el trabajo se sintiera más pesado, pero el calor del horno y el esfuerzo físico de amasar la mantenían en movimiento.
En las mañanas en que el desánimo la invadía, Sofía recordaba las palabras de su abuela: «El pan no espera. Siempre hay que hacerlo, aunque no tengas ganas.» Así, seguía amasando con las manos, con la punta de los dedos, con los antebrazos, con los hombros. Sentía la textura de la masa transformarse bajo su tacto, pasando de una mezcla pegajosa a una bola suave y elástica.
Sofía había perdido a su abuela hacía varios años, y cada vez que sentía la tristeza de su ausencia, volcaba esos sentimientos en la masa. Recordaba las historias que le contaba mientras amasaban juntas, las enseñanzas y los momentos compartidos.
Un día, después de un largo y agotador día de trabajo, Sofía encontró una vieja caja de recetas en el fondo de un armario. Dentro, había una carta de su abuela. «Querida Sofía,» decía la carta, «la vida nos da y nos quita, pero el pan siempre estará ahí para recordarnos lo que realmente importa. Cuando amases, recuerda que estás conectada a algo más grande, algo eterno.»
Con esas palabras en mente, Sofía siguió adelante, amando cada momento de la creación del pan, aunque a veces lo hiciera con lágrimas en los ojos.
La receta de su abuela era sencilla pero efectiva: harina, agua, sal, levadura, manteca, y ocasionalmente, semillas de sésamo o amapola. Cada vez que mezclaba los ingredientes, Sofía sentía una mezcla de incertidumbre y esperanza. Algunas veces el pan no salía perfecto, pero siempre estaba lleno de amor y dedicación.
Esa era una de sus mayores preocupaciones, pero con el tiempo, aprendió a confiar en sí misma y en el proceso. Amasar el pan todas las semanas, de todos los meses, de todos los años, sin pensar que habrá que amasar el pan todas las semanas de todos los meses de todos los años: hay que amasar el pan como si fuera la primera vez.
Habrá que amasar el pan cuando ella se muera, hubo que amasar el pan cuando ella se murió, hay que amasar el pan antes de partir de viaje, y al regreso, y durante el viaje hay que pensar en amasar el pan: en amasar el pan cuando se vuelva a casa. Estos pensamientos la acompañaban siempre, recordándole la importancia de su labor y la tradición que llevaba consigo.
Un día, la vida de Sofía cambió drásticamente cuando un grupo de turistas descubrió su panadería. La noticia se propagó rápidamente, y pronto, la pequeña panadería de Sofía se convirtió en un lugar de encuentro para personas de todas partes. Todos querían probar el pan que contenía tanto amor e historia.
La popularidad trajo consigo largas horas de trabajo, pero también una satisfacción inmensa al ver cómo su pan traía alegría a tantas personas.
A medida que pasaban los años, Sofía seguía amasando el pan para vivir, porque se vive, para seguir viviendo. No hay diferencia. Cada día en la panadería era una página nueva en la historia de su vida, una continuación de la tradición familiar y un recordatorio del poder del amor y la dedicación.
Sofía enseñó a su hija a amasar el pan, transmitiendo los secretos y la pasión que había recibido de su abuela. Y así, la panadería de Sofía se convirtió en un símbolo de continuidad, de recuerdos y de vida. El pan, ese alimento básico y humilde, tenía el poder de conectar generaciones, de sanar corazones rotos y de traer alegría a todos los que lo probaban.
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