Nancy sacó del bolso su medio sándwich integral de pavo. Teresa la observaba con detenimiento bajo el sombrero de paja que le protegía del sol. La joven retiraba la mitad del envoltorio de film y le ofrecía un poco, a lo que ella contestaba siempre que no con un ligero movimiento de cabeza, media sonrisa y un ligero fruncir de ojos.
— Me recuerda a los bocadillos de cuando era niña.
Nancy masticaba con delicadeza y tapándose la boca bermellón con el extremo de la mano rematada por unas largas uñas postizas esmaltadas de colores brillantes. Esperó a terminar de tragar el pequeño bocado.
— Pero bueno, doña Teresa, ¡no me había usted dicho nada! — desde sus grandes ojos blancos que parecían querer escaparse de su rostro color café, la melosa voz de la acompañante envolvía la escucha de la anciana.
Esta encogía ligeramente los hombros sin decir nada y ampliando discretamente su sonrisa.
— Pero cuénteme, cuénteme, doña Teresa — la cuidadora terminó de tomarse el sándwich en dos bocados, se retiró la goma del pelo y se lo recogió de nuevo para lucir su cara caribeña.
— Y qué te voy a decir… — sentada en su silla de ruedas, la mujer levantó suavemente sus manos.
— Pues cuénteme. ¿Usted se hacía bocadillos?
— Mi padre, en realidad — se detuvo y continuó —. Es que era panadero.
— Pero, ¡qué me dice, doña Teresa! ¡Y usted sin contarme nada!
— Y qué te voy a contar — la mirada perdida de la anciana fue retrocediendo en el tiempo hasta detenerse en lo que buscaba —. Mira, todas las mañanas me despertaba con el olor del pan haciéndose en el horno que mi padre tenía debajo de la casa.
— ¡Anda! — atendió Nancy.
— Sí, mira — recompuso sus recuerdos y los describió sin pausa antes de que se desvaneciesen —. Él se levantaba pronto, sobre las tres o así de la mañana. En el pueblo. En nuestra casa. Bajaba al taller y allí preparaba la harina, el agua, hacía la mezcla, amasaba el pan… bueno, eso, lo que era hacer el pan. Luego lo metía en el horno que antes había calentado. Y después de un rato empezaba a llenarse toda la casa de ese olor.
— Pero bueno, eso tendría que ser una maravilla — la cuidadora era ya todo oídos.
— Pues sí. La verdad es que sí. No te voy a mentir, hija — puso en marcha la batería de recuerdos —. Yo todas las mañanas me despertaba con ese olor. Y luego, mi padre subía en una bandeja unos panecillos que había preparado para que desayunásemos. Nos lo llenaba de rodajas de un choricito o de un salchichón que hacían allí mismo en la aldea. O a veces, de alguna otra cosa. El pan estaba crujientito. Lo tocabas y la corteza hacía «crik» y se rompía en trocitos pequeñitos. Y luego, la miga estaba calentita. Muy blanca. A veces, cogía las dos mitades del pan y me las ponía en la cara, una a cada lado, y sentía cómo el calor me subía hasta los ojos.
— Bueno, bueno, doña Teresa. Se me está haciendo la boca agua — la voz de la colombiana se contoneaba al compás de sus caderas mientras se levantaba para acercarse a empujar la silla —. Y usted ya no los toma, claro.
— Bueno, hija… hace ya mucho que no. Ahora ya no puedo — se paró y continuó —. Pero lo que me encantaría es tomar un buen trozo de pan para acompañar un buen tomate partido en dos y con un buen aceite y sal. — se paró de nuevo y siguió —. Pero, claro, no puedo. No me dejan. Mi hija me mataría.
— Ande, ande — Nancy cambió de tema — Pues lo que a mí me encantaría es tomarme un buen huevo frito, pero ni para qué. Con lo que eso engorda — la mulata empezaba a empujar la silla embutida en unos vaqueros ceñidos que hacían resaltar sus prietas asentaderas.
— ¡Qué rico!, y con ese pan mojadito — la anciana cobró un nuevo brío —. Mi padre lo que a veces nos hacía era un huevo pasado por agua. Cogía los tazones del desayuno, los llenaba, con toda la yema y la clara, bien batido todo, y luego lo cubría de una montaña grande de trocitos pequeños de pan duro…
— Bueno, bueno, calle, calle, doña Teresa, que me pone usted los dientes largos. Con el filo que tengo, como decimos en mi tierra, que si me agacho me corto.
La pareja se fue recorriendo el parque mientras unos gorriones picoteaban los restos de sándwich.
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Desde la salita, Teresa llamaba a la cuidadora pero ésta no le contestaba. Ayudada del andador llegó a la cocina y vio en la mesa un plato grande con un tomate partido en rodajas, recién aliñado de aceite y sal, y media barra de pan.
— ¿Y ese pan?
Nancy la escuchó pero no la contestó. Vigiló que se sentase sin problemas en su sitio mientras retiraba el cazo de la placa y cogía del fregadero unos tazones viejos que había encontrado entre los estantes altos de la cocina.
— ¿Y esos tazones? ¿De dónde los has sacado? — la vieja se los quedó observando tras verlos colocados sobre los platos de la mesa.
Nancy puso la media barra de pan sobre la tabla y la cortó en dos mitades. Una la dejó sobre la mesa junto al tomate y la otra la partió en rodajas e hizo trocitos pequeños despreciando la miga. Luego vació el cazo y lo enfrió bajo el chorro del agua, cogió los dos huevos, llevó todo a la mesa y se sentó con ella.
Mientras Teresa miraba en silencio el ir y venir de manos, Nancy cascó en cada tazón un huevo y echó una pizca de sal en el de la mujer y un poco más en el propio. Batió primero el de aquella y luego el suyo y cogió la tabla con el pan partido.
— Pan duro no había, pero seguro que está rico — explicó.
Al ir a echarlo, se detuvo, la miró, cogió el cuchillo y la tabla y se los dio a ella. Esta la miró sonriente a los ojos con falsa cara de pícara y aceptó el regalo. A pesar del temblor, consiguió repartirlo entre los dos tazones sin apenas desperdiciar nada.
La abuela sonreía sin saber cómo agradecerle todo aquello.
Nancy le entregó la servilleta que sacó del cajón, se sirvió un poco de vino de su tierra que tenía guardado y se lo ofreció a modo de brindis, pero Teresa fijaba la mirada en el trozo de pan que le había entregado su amiga. No era como el que él hacía —pensaba mientras lo partía despacio sin perder de vista el plato de tomate —, pero se sintió como si su padre se hubiese sentado a acompañarle en la banqueta vacía junto a la suya.
Nancy tomó su tazón y la cuchara y fue empujando los trozos de pan hasta hacerlos desaparecer.
— No se lo diremos a nadie.
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