En el despertar de un amanecer, cobijado por el frío de la montaña y resguardado por el silencio del viento, acariciado por la soledad, se filtra por la hendija de una ventana rota y parchada con la miseria un aroma milenario de harina mezclada con pasas que, al fundirse con el fuego de un horno, impregna el pan con lágrimas de espera.
Al amanecer, Dora Yolanda, empieza el día al calor de la hoguera, amasando el pan del día, con el que llevará alegría a pocos vecinos, al cambiar pan recién horneado por leche o verduras. Allí, no sirve el dinero, el trueque rescata de la pobreza a unos pocos. En sus largos 80 años, sus manos se han llenado de llagas que surcan sus palmas escribiendo cada esperanza. En su frágil figura, lleva esculpida la vida de la espera de hijos que se marcharon y que nunca volvieron. Cada día, al frotar el pan, sus memorias se funden en la harina, su esperanza arde en el fuego, cociendo en su memoria pensamientos de pena.
Sus hijos se fueron en busca de mejores días, abandonando los caminos de los hielos de invierno, el amanecer de llanuras llenas de flores en primavera, de sonrisas, cuyos ecos aún se escuchan y retumban de montaña a montaña. No volvieron, solo Dora Yolanda y su esposo Miguel Angel quedaron olvidados y refugiados en un sitio donde ya nadie llega, incluso, que se va despoblando poco a poco. Los picos de las montañas son el horizonte de su vida. Ella siempre se preguntaba ¿Qué habrá más allá del horizonte verde y alto? Mientras su encorvada figura levantaba una mirada fija que se perdía imaginando a sus hijos más allá de aquellas montañas, en algún lugar.
En el pequeño pueblo, solo quedaban paredes como testigos mudos de historias que se encierran en casas abandonadas, capturadas en un verdor de un tiempo que no perdona; risas y llantos de familias que ya no están. Son esas paredes húmedas y frías, que ahora reciben el aroma del pan emanado del horno de Dora Yolanda, que recorre las calles del pueblo, aroma que les da una nueva vida, que se filtra en las casas, que recorre cada espacio; un olor que solo perciben fantasmas que llenan las mesas.
Dora Yolanda, fricciona y mezcla el pan cada día con pensamientos distintos, con recuerdos que le dan esperanza, con rabia que le arranca lágrimas, con impotencia que la rinde al cansancio de la espera. Ella, amasa el pan sabiendo que su tiempo está cerca, el tiempo de partir, donde sus restos mortales quedarán enterrados en algún sitio, cubiertos por el olvido.
Ella, sabe que hay que comer, una vez más el mismo pan con diferente aroma cada día, pero hay que comer pan, no se puede dejar de amasar el pan. Hay que revolver el pan, aunque sus manos sangren por el tiempo, hay que apretar el pan, aunque su aliento se desgaste con el llanto. Hay que batir el pan, aunque sus lágrimas se hayan congelado en su rostro. Hay que amasar el pan, pues es lo único que mantiene con vida a su esposo que pasa horas sentado en una silla de la cual no se mueve. Su esposo, se había quedado inmortalizado en su triste realidad del abandono cobijado con el aroma del pan, recordándole que aún está vivo.
Ella, acaricia la masa, pues a veces el pan les trae sonrisas y alegrías, pues el aroma calienta su hogar. Hay que amasar el pan, pues es lo que levanta el espíritu a un pueblo moribundo. Por eso hay que modelar la masa del pan.
Hay que amasar el pan, pues es el regalo de la vida, es el termómetro de un tiempo donde ya no existe el calor de un horno con el aroma de un pan recién horneado para rescatar la vida. El aroma del pan es la medicina a la depresión de una espera que siempre estuvo allí y que nunca se fue. El aroma del pan trae recuerdos de los primeros años de su vida, junto a su esposo y sus hijos, donde ese aroma despertaba la alegría cada domingo, era ese aroma, de aquel pan recién horneado, el que alegraba el alma cada amanecer.
Dora Yolanda, sabe que hay que juntar los ingredientes, con las frutas y las verduras de la tierra, con los higos y los duraznos. Hay que amasar el pan junto a la tierra, para que sepa a humanidad, para que sepa a esperanza, para que sepa a realidad, para que sepa a tristeza, para que el aroma se parezca a la vida misma, pues la vida es eso, como al aroma del pan.
El aroma de ese pan, fresco y recién horneado es como el empezar de la vida, es toda una aventura para explorar, pero, ese mismo pan puede cambiar con el tiempo y endurecerse, el aroma puede ser distinto, puede oler a podredumbre, puede, así es como el miedo arrebata la felicidad y la esperanza. Por eso, hay que preparar el pan diariamente, al amanecer, con el primer canto del gallo, muy tempranito en la mañana, para que su aroma restaure la vida, eleve el espíritu, añada esperanza. Cada aroma del pan debe llenar los espacios vacíos de la vida, con exquisitez y placer. Debe alimentar las neuronas, para que no lloren, para que no sufran, para que no maniaten los pensamientos. El aroma del pan es un aroma de Libertad.
Dora Yolanda, con el pan cada mañana se mantiene viva, para no morir en su espera, para saborear los recuerdos que trae el pan recién horneado. Ella sabe que las memorias, como el pan que una vez lo hemos comido, ya no existen, pero estuvieron deleitando el paladar, trayendo alegría.
Ella sabe que no puede dejar de preparar el pan, pues estaría muriendo mas rápido. Ella, sabe que no puede dejar de hornear el pan, pues las paredes de las casas del pueblo caerían sumisas al tiempo que no perdona. Solo el aroma del pan, el aroma de la espera alimenta la historia, edifica sueños.
Ha caído la noche, solo los sonidos del bosque, el eco de los montes, el caer de la lluvia se escuchan. El aroma del pan se ha disipado, no se lo percibe. El aroma del pan solo se percibe al amanecer, por eso, Dora Yolanda se apresura a dormir, pues quiere al siguiente día despertar con el canto del gallo para ir a amasar el pan de la espera.
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