El pan de Aliou

El pan de Aliou

Sentado bajo la sombra de la vieja acacia, aprovecho para descansar y comer algo. Saco un poco de pan, mientras las cabras comen las pocas briznas de hierba que madre tierra nos da como limosna. Todavía no ha llegado la época de lluvias, la tierra está seca. Me he levantado pronto, siendo de noche aún, y he venido andando desde el poblado. Estoy cansado. Siento como la tierra tira más y más de mis pies. Sé que soy viejo, mi cara quebrada, mis pies cada vez más torpes y mi falta de puntería me lo demuestran, pero fui joven también. La vejez todavía no me ha robado la memoria.

Nosotros somos hombres libres, viajamos con las lunas y los vientos del norte, de un lado a otro del desierto de Chalbi, y nos quedamos allí donde hay algo de alimento y agua para nuestros animales. Apenas llueve, es la estación seca, pero en cuatro lunas la tierra será fértil.

El agua es nuestro tesoro, engendra el trigo de las entrañas de la tierra, yo lo he visto muchos años nacer, tan frágil y pequeño que cuesta creer que luego se convertirá en nuestro alimento. El sol dora las espigas que una vez fueron lechosas. Es fácil saber cuándo el grano está listo para segar, el sonido seco de los tallos retorciéndose me dice que pronto llegará el gran día.

Recoger el grano era más que un trabajo, era una celebración para nuestro pueblo.

La noche anterior a la siega, Mahiba, el hechicero, nos reunía a todos junto al fuego, tomaba una espiga entre sus dedos y la presionaba hasta que brotaban las semillas. Alzando su vista proclamaba el gran augurio:- ¡El trigo ya está seco, Mama  Dunia, Madre Tierra, tú que lo hiciste crecer, nos bendices con el alimento sagrado de vida!- .Los tambores sonaban y todos bailábamos y cantábamos levantando nuestras manos hacia el cielo estrellado agradeciendo tan preciado tesoro. Yo era feliz. Mi pueblo era feliz.

La siega comenzaba en la hora punta del día, cuando el sol te araña las entrañas, pero tenía que ser así, la noche no es buena para la siega, el trigo se ablanda con la humedad y el frío. Hay que segarlo de día. El calor es nuestro aliado, hace que el trigo quiebre más rápido y el grano estará listo para ser sangrado.

Las mujeres, entre ellas, madre, aprovechaban la caída del sol para ir a por agua al pozo. Erguida, con aire majestuoso, zarandeando sus caderas y portando sobre su cabeza un gran cuenco de barro. Me gustaba verla alejarse con sus grandes ojos negros mirando al frente, como una diosa. Esa misma noche el agua quedaba lista para hacer la masa de pan, pero antes, rezábamos a nuestros ancestros y pedíamos a la estrella que más brilla, que Mama Dunia fuera generosa con nosotros y nos diera una buena cosecha.

Esa noche no podía dormir. Al final, quedaba dormido mientras los animales cantaban su nana nocturna. Dormía en paz. Dormía feliz.

-¡Vamos Aliou, levanta, pero cuánto has dormido hijo!- Exclamaba madre, mientras entraba en nuestra tienda. Padre estaba ya sacando el ganado y preparando a dos de las cabras más grandes para transportar el trigo.

-¡Ya voy madre!-. Gritaba, y de un salto estaba corriendo fuera de la tienda preparado para nuestro gran día.

Las mujeres se doblaban como juncos para arrancar las espigas a la tierra. El sol ardía sobre las curtidas espaldas como la roca resiste la fuerza de los mares. Después, los hombres se encargaban de transportar el trigo hasta el pueblo para dejarlo secar antes de cribarlo. Era muy importante airear el grano, que estuviera seco, solo así brotaría el polvo dorado.

Después de la siega llegaba el momento del sangrado del trigo.

Madre, postrada de rodillas, tomaba entre sus manos un poco del polvo dorado. -Aliou, ven, echa agua, pero despacio, no la derrames- .Con mucho cuidado, tomaba un poco de agua con un pequeño cuenco de madera y lo dejaba caer lentamente sobre la harina. Al principio la masa era pequeña y quebradiza pero madre la moldeaba fuertemente entre sus manos, golpeándola con las palmas una y otra vez hasta formar una masa compacta. Con cada golpe su sudor hacia brillar su piel de ébano. Luego tomaba la masa y la envolvía en un paño dejándola reposar.

Por la noche, los viejos contaban historias, de hombres valientes. Leyendas del  Ndege, el pájaro que volaba libre. Del Simba Mweupe, el imponente león blanco, que nadie vio más allá del valle del Rift. Los viejos aseguraban que una vez se enfrentaron el gran Simba Mweupe  y el Tembo Mkubwa, el gran elefante, y que su sangre hizo brotar rojo el rio Tana. Me gustaba imaginarme sobre el Tembo Mkubwa, a través del Valle Sagrado contemplando el cielo de fuego, mientras el viento del norte estremecía mi piel. Yo era feliz.

Durante la siguiente jornada madre se levantaba con padre para preparar el horno de piedra, había que limpiarlo bien con espino seco. Luego colocaban troncos de acacia seca que hacían arder. Madre, con una hoja de palma, daba aire al fuego que sacrificaba la masa compacta para convertirla en nuestro Mkate, nuestro Pan, mientras que una densa niebla de humo gris se extendía por todo el poblado.

En el interior del horno la masa de pan se transformaba, moría quebrándose y partiéndose entre las brasas candentes, rodeada de la oscuridad y el fuego, para renacer a la vida como alimento. Nuestro alimento sagrado. Nuestro pan de vida.

El ciclo del pan había concluido. Lo que en un principio era una simple y minúscula semilla frágil y pequeña, se había transformado en nuestro alimento, la culminación de un ciclo vital hecho con amor desde su concepción en las entrañas de nuestra tierra, bañado por la lluvia y bendecida por las estrellas. El sudor de mi pueblo daba forma a toda una vida de tradiciones hecha pan hasta nuestros días.

De nuevo, regreso. Estoy sentado bajo la vieja acacia. Miro mis manos temblorosas y curtidas. Tomo el pan. Cierro los ojos y lo saboreo lentamente mientras el aire del norte acaricia mi piel. Puedo sentir madre cerca pidiéndome agua mientras golpea fuertemente la masa con sus manos. Puedo sentir el olor a pan recién hecho. Y vuelven los recuerdos de mi niñez cuando el hombre era libre y vivía feliz en comunión con la naturaleza.

Anochece. El sol lanza sus últimos rayos dorados sobre mi rostro. Siento el frío de la noche. Cierro mis ojos. Poco a poco me quedo dormido mientras los animales cantan su nana nocturna.

De nuevo atravieso el Valle Sagrado a lomos del gran Tembo Mkubwa. A lo lejos, diviso una silueta alargada. -¡Es madre!- me digo a mí mismo. Sobre una colina, se eleva como una diosa, resplandeciente y hermosa bajo la luna. Sonriéndome abre sus brazos mostrándome el pan sagrado. La miro y mi corazón se acelera. Corro hacia ella. -¡Madre!-Grito con lágrimas en los ojos. Llego hasta ella, nos miramos durante un segundo. Se inclina. Me coge entre sus brazos. Cierro mis ojos mientras siento su abrazo. Y… soy feliz.

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