Es un día cualquiera.

-Abuela, quiero un bocadillo de pan con natacha- exclamo sin apartar la vista del televisor, y mucho menos sin sospechar, que muchos años más tarde, el pan con natacha se convertiría en uno de los recuerdos más entrañables y mejor guardados de aquellas tardes largas  con olor a leña de estufa.

Lo que sigue me encanta. 

Abro el bocadillo en dos, compruebo que el azúcar brilla a lo largo y ancho de la miga de pan impregnada de natacha, cual escarcha lo hace por la dehesa. Y saco mi lengua ávida de sensaciones, un lametazo, luego otro, otro y otros muchos más.

– ¡El pan también  se come, eh! – ¡no solo lo de dentro, mira que eres laminera! – Es mi abuela, mujer que sabe muy bien lo que cuesta el pan de cada día.

Y yo me lo como. Y vendrán muchos más. A lo largo de los días, de los años, de la vida…

 Pan con la nata de la leche de cabra recién ordeñada, por aquello de «ya que come poco, que lo que coma le alimente» es algo así como el bocadillo anterior de natacha con azúcar pero mejorado. 

La leche con sopas, da igual donde se encuentre tu alma en esos momentos, ten por seguro que regresará a tu cuerpo en tiempo record.

 Pan con nueces, tan de ella, tan mio y sigo…

Pan con sobrasada de casa, tostadito en la estufa (¡qué  sabrán los dioses de manjares!) -Ven, anda cómetelo aquí sentada conmigo que te vea, que me alimenta más que si me lo comiera yo, – la oígo decir-.

Pan del día, recién hecho, lo sostengo en mis manos, aún caliente, blandito, crujiente, pocos placeres se asemejan a comérmelo a pellizcos. 

Tomate de huerto y pan duro, poco más se necesita para conocer la felicidad. 

Pan duro a secas, ella también era feliz así.

Y dejo para el final el Pan con chocolate, un clásico, Chupo el chocolate como si fuera un caramelo, -¡qué no acabe nunca este momento!-suplico- y otra vez se oye aquello de: – ¡El pan también se come, eh! – ¡no solo lo de dentro, mira que eres laminera!

Asiento mientras me termino el último bocado de pan, lo se, el pan nunca se tira, NUNCA, y si por accidente casual un trozo cae al suelo, se perfectamente lo que nunca hay que hacer: abandonarlo sin antes darle un beso y pedir perdón. 

– ¿ En serio? -me pregunta Isabella con sus ojos redondos abiertos como platos – es lo más ridículo que he oído en mi vida- 

-Ridículo o no, no conozco otro alimento que me merezca tanto respeto.- le espeto. 

No tengo en cuenta que me mire como si fuera una vieja loca, por suerte o por desgracia, todavía no sabe lo que cuesta el pan de cada día. Ya lo sabrá.

– Por cierto, abuela, de tanto hablar de comida, me ha entrado hambre…, ¿no tendrás por ahí algo de pan para merendar?

Sonrío. 

 

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