Si tuviera dos vidas, escogería donde el pan sabe mejor. Voy caminando por la calle, veo a todos jugando en las canchas junto al atardecer anaranjado, seis de la tarde “hora mágica”, hora mágica en la que tomas tu lonchecito con pan de la tardecita. Llego a mi casa después de un día cansado de escuela. “Madre, quiero lonchecito.” “Toma, hijita”, responde. Hago mis tareas, veo la televisión para liberarme del mundo real. Me duermo en mi cama para descansar, y así pasan los días, sin darme cuenta, llega el aterrador inicio de semana.
Me despierto una mañana y como un pan fresco, lo remojo en la leche, se hace una masita, lo pongo en mi boca, y suavecito por mi garganta va pasando, una textura se siente, una textura relajadora. Voy a la escuela para estudiar, mientras paso las incontables casas más grandes que yo, casas gigantes que me acompañan en mis penas junto al suelo de pura tierra, llego a la escuela y como pan otra vez, pero esta vez es duro y sin sabor, un pan que no lo puedo digerir fácilmente, un pan raro, pan que parece muy guardado, suena el timbre de inicio y no termino el pan. Mis compañeros me miran y ya no puedo comerlo. En un giro de acontecimientos le ofrezco mi pan al compañero del costado, “¿Quieres mi pan?” Y con tremenda cara de seriedad me dice “No”. Terminan las clases, vuelvo a mi casa. Toco mi puerta, mi madre la abre. Como rápido mi comida, recordando el pan de esta mañana, el pan sombrío, un pan sin alegría. Me encierro en mi cuarto y hago la tarea.
Llega la pandemia, mi pan está bien, sabe bien, un pan pasable, algo agrio pero comestible. Pasa el tiempo, un mes, dos meses, tres meses y cuatro meses encerrada en mi casa. Muere mi tío Don Agustín. El pan ya no pasa por la garganta, el pan ya no lo puedo comer. Pasa cinco meses, seis meses y siete meses. No siento el sabor del pan, agarro mi garganta, siento que me atraganto, tomo agua y paso al pan, ¿Qué pan? ¿Eso era pan? Un pan sin sabor es lo que comí. Más bien dolor es lo que sentí.
Termina la pandemia, renuncio a mi escuela y me voy a otra. Escuela de oportunidades, una escuela única. Me levanto y voy al comedor, veo gente estudiando mientras come, entonces como mi pan otra vez, diciéndome: “Todo va a estar bien.” Llegó al salón de clases, me revisan un trabajo, y me lo rechazan. Lloro esa noche, mirando las sábanas de mi cama, entre ese lugar acurrucada se siente bien, calientita y sin nadie más, sin embargo, la almohada húmeda, la volteo para no sentir el agua de mis lagrimas escurridas, mientras voy recordando el sabor del pan casi agridulce de esta mañana. Al día siguiente como mi pan, diciéndome: “Todo va a estar bien”. Hago otra vez mi trabajo rechazado, escribo en mi laptop, escribo y escribo, haciendo cualquier cosa, con tal de terminar la pesadilla infernal, entonces lo vuelvo entregar. “Hágalo otra vez”, resonantemente me dicen.
Tercer día en la escuela de oportunidades, escuela marchita. Voy al comedor, como mi pan, y me reafirmo: “Todo va a estar bien”, pero no estoy bien, vuelvo a mi casa, vuelvo a mi habitación, entro a pasos lentos y suaves. Me miro al gran espejo, ojos inflamados y rojos veo. Cabello por todas partes en el suelo, sucio está el suelo. Miro el pan que guarde del desayuno y digo:
“Pan de porquería”
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