Las reglas de las familias estaban escritas, los hilos de la costumbre solían tejer historias predecibles, los primogénitos heredaban las responsabilidades, mientras los benjamines flotaban en un mar de privilegios. Pero en el tapiz de mi familia, algo no encajaba . Detrás de la fachada de una familia convencional, se escondía un secreto que desafiaba todos los roles preestablecidos, se habían invertido las tornas, yo, la benjamina, era la que realizaba los recados, a veces mi hermano, también cumpliría con dicha tarea, mientras mi hermana, la mayor, se perdía en sus propios mundos. Yo ya a tan corta edad había aprendido que mi rol era cumplir las expectativas, desconocía que había producido esta inversión de roles y aunque a veces me parecía injusto, ya me había resignado.
Un grito agudo resonó por toda la casa: ‘ ¿Quién va por pan?’.
Ni mi hermano ni yo nos peleábamos por no ir; al contrario, ¡éramos más rápidos que un rayo esperando que mamá nos diera las monedas! Competíamos por ser primeros en llegar a la panadería y disfrutar del bocado. Esta vez, la suerte me sonrió y me tocó a mí. ¡Solo pensaba en sentir el calorcito entre mis manos!
-«Ponte la botas de agua y abrígate calentito, va a llover, date prisa, se acerca la hora de comer”, me decía mamá mientras me ayudaba a calzarme, con ella todo era más fácil y añadía. ¡Mira qué bonitas tus botas! ¡Perfectas para saltar charcos!”
Me apresuré y me dispuse a caminar hacia aquel obrador, ese lugar que tantas sensaciones me producía. Yo que contaba loseta a loseta hasta llegar a cualquier destino dando saltos enérgicos, ni las botas de agua evitaban que mis pies naufragaran como cualquier barco a la deriva.
Sin embargo, el camino hacía aquel viejo obrador era distinto… desde la primera loseta que pisaba mi boca salivaba como perro de Pavlov que espera recompensa, 357 losetas, un peregrinaje hasta la tierra prometida de sabores y olores donde en Semana Santa abría sus puertas para cocer magdalenas, bizcochos y suspiros, eran días de comunidad, vecinos y vecinas se reunirían para rellenar moldes, ¡qué aromas tan deliciosos! ¡madre mía que festival de bandejas llenas de mezclas de ingredientes acompasadas con mucho mimo! Me quedaba ensimismada mirando por aquel agujerito donde el fuego doraba lentamente cada uno de aquellos manjares, una pala de madera oscurecida por el fuego iba marcando una melodía de música clásica, pi pi piii pi pi piriii pi, al son del compás salía bandeja a bandeja.
El obrador era mi oasis personal, un refugio seguro donde florecía la cornucopia de mis dulces sueños. El calor del horno y los múltiples aromas me envolvían como un abrazo maternal, mientras mi madre creaba para mí un mundo de felicidad a base de harina y azúcar.
Siempre era una explosión de sentidos. Un sinfín de aromas, desde el dulce pan recién horneado hasta el reconfortante olor a levadura, lugar seguro al que siempre anhelaba volver.
Sin embargo, aquel día no era el día de dulces, era un día cualquiera, un día de esos en los que aquellas barras de pan era lo más fascinante del día, un día gris y lluvioso con olor a tierra mojada, como esos que hoy adoro. Mis botas de agua chapoteaban en los charcos haciendo círculos concéntricos, y mi paraguas, reparado con tanto cariño por mi tío Pedro, me protegía de la lluvia. Él siempre encontraba la manera de arreglar cualquier objeto, porque antes las cosas no se tiraban, se arreglaban.
Llevaba dos coletas que bailaban al ritmo de mis saltos, un pelo avellana con reflejos naturales que hacía que mi pelo brillara como si el mismísimo sol estuviera acariciándolo. Mi sonrisa siempre me acompañaba, dos hoyuelos detonaban la ternura de cualquiera que me miraba y entonces detrás del mostrador me intentaba hacer ver, aún no llegaba al tope del mostrador, la panadera podía ver las 34 pesetas que mi madre me había dado, un tesoro que guardaba con celo en mi pequeño puño.
“Las quiero bien cocidas, por favor”- pedí , mi voz apenas un susurro, por aquel entonces era muy tímida. La panadera, con las manos enharinadas, levantó la vista y me dedicó una sonrisa maternal. «Claro que sí, pequeña,» respondió, mientras metía una pala al horno.
Y entonces puso el pan en mi talega, nada más recogerla la abro un poco, no quiero abrirla mucho para que no se escape ni el calor, ni el olor y entonces… un éxtasis de emociones se apoderan de mí.
“Déjame que te describa aquel olor que salía de aquella talega y aquel sabor…
El pan recién hecho huele a una cálida tarde de invierno, abrigado por el cariño de tus seres queridos. Ahí debajo de la enagua ( así le llamaría mi abuela), al abrirlo, mi boca se humedece como el cristal en un día de invierno lluvioso y unas babillas incontrolables caen por el lateral de mi grueso labio inferior. Me quedo con aquel olor un ratito embriagada y entonces, ya no puedo esperar más. Quiero romper ese crujiente dorado cuscurro por el que había competido con mi hermano. Al romperlo, su crujido me recordaba al sonido de madera crepitando en una chimenea en pleno fulgor, en la misma noche lluviosa de invierno. El pan me conectaba con un tiempo en el que las cosas se hacían con calma y paciencia.
Aún sabiendo que me llevaría un tirón de mis coletas, comienzo a romper aquel piquito dorado, aún calentito… y entonces… “gron gron”, lo hice, lo quité, no había vuelta atrás, como una cleptomana que sabe que robar no está bien, así me sentía yo. Aunque cualquier remordimiento se desvanecía al instante en que aquel cuscurro se deshacía en mi boca como algodón de azúcar y su olor a pipas recién tostadas, como solo mi abuelito sabía hacer, a fuego lento… cierro los ojos y lo veo allí, así tan menudito y mayor, tan cálido, tan afable que su sola presencia transmitía una gran ternura, ahí sentado en su patio, desmenuzando el girasol, una por una semilla sacaba con sus manitas delicadas, él cultivaba girasoles solo para nosotros, sus nietos, siempre que veo un girasol me lleva a mi amor hacia él. Una vez recolectadas cada pipa las ponía en su sartén negra, más que negra , en aquellas brasas de leña de abedul, un fuego chispeante como un corazón latiendo. Una mezcla de olores entre pipas recién tostadas y resina de aquel caducifolio. Cada bocado era como un viaje a un bosque de abedul en un día soleado de otoño, un viaje a lo que añoraba… un suave cálido abrazo que me reconfortara»
¿No se te hizo la boca agua?
Tocaba volver a casa después de aquel festival de aromas, sentimientos y sabores, con la velocidad apresurada, quería que todos pudieran disfrutar del dulce aroma del pan recién horneado como lo había disfrutado yo. Y al entrar por la puerta, el olor se esparció por toda la casa, así que todos corrieron alrededor de la mesa y entonces mi madre ocultaba ante los ojos de mi padre la fechoría, me sonreía complice al ver que de nuevo lo había hecho, el primer bocado ya lo había dado yo…
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