Esa era la relación en la que Rigoberto apuntaba todo lo que tuviera que ver con el pan con la experiencia de su corta vida.
Cavilaba mientras de forma automática sumergía el cilindro glaseado en el preciado brebaje para introducirlo después en su gaznate que, como sima sin fondo o dragón de cuento, ya había devorado media docena de esas delicias denominadas «fartons». Era curioso observar el efecto esponja que se producía: la horchata era succionada en una absorción instantánea. Luego el dulce, saturado, pasaba a mejor vida no sin antes desparramar unos cuantos churretones por cara y cuello del gargantúa que nos ocupa. Pero, pese a ello, Rigoberto era feliz. Se había prometido coger la pluma y escribir un cuento sobre el pan.
A su mente, poco clara, acudían películas, poemas, novelas, canciones y , sobre todo, Fulgencia, la chica muda de la panadería que le vendía las barras a espuertas. Porque él, que no tenía un pelo de tonto (en su opinión), creía que el aparecer mucho por la tienda iba a facilitar la relación con la muchacha. De ese modo acudía varias veces por la mañana y una por la tarde al obrador, donde compraba sin mesura todo lo que se le antojaba raro, para llamar la atención de su amada.
Había aprendido el lenguaje de signos para entenderse con la chica. Eso le daba un aspecto de galán de opereta cuando hacía venias, genuflexiones y movimientos exagerados para solicitar su mercancía. No hablaba, gritaba con sus gestos al decir «buenos días», llevando exageradamente la mano a sus labios y explotando un imaginario amanecer con sus dedos desparramados por el espacio…
Siendo asunto de pan, se decía, si ganaba algún concurso sobre el tema, se incrementaría el interés de Fulgencia por su persona y… ¡miel sobre hojuelas!
La cosa no iba ni medio bien. La tendera se desentendía de lo que no fuera el aspecto laboral con sus clientes. A lo sumo comentaba qué aficiones tenía y poco más.
La fotografía. Eso era lo que hacía vibrar a Fulgencia.
Y Rigoberto decidió introducirse por esa banda. Comenzó a comprar menos pan. A cambio acudía con una Reflex y una carpeta llena de fotos de vez en cuando. La muchacha, solícita, se preocupó por su salud, echando de menos las numerosas visitas de que era objeto. El enamorado adujo que estaba haciendo un trabajo gráfico sobre la harina y sus derivados y que no tenía mucho tiempo.
Eso surtió efecto.
Máxime el día que le enseño a Fulgencia su fondo de armario. Entre botellas de leche y aceite guardaba sus paquetes de «fartons» como si de un tesoro se tratara.
La joven era valenciana, vivía en Benimaclet y conocía perfectamente la población de Alboraya, cuna de la horchata, su bebida favorita.
Cuando podía se perdía por su ciudad o recorría la playa de La Malvarrosa, descalza, al atardecer.
Así comenzó una sólida amistad basada en la repostería del lugar y en la alimentación en general. «Coca a la llanda», «piuletas y tronaors», «mona de Pascua», buñuelos de viento, empanadas… Por no decir todas las posibles combinaciones de meriendas con el pan de base: queso, aceite y sal, olivas, bonito, anchoas, arenque, calamares rebozados, sepia a la plancha, mejillones en escabeche, jamón ibérico, jamón de York, paté de oca, mortadela, salchichón, cecina, lomo embuchado, mojama, chorizo, chocolate, membrillo, mermelada, vino y azúcar…
Se casaron.
En una barraca de La Albufera. celebraron el banquete que incluía «all i pebre» de anguila, con un «suquet» delicioso que fue rebañado hasta la última gota con miga de «pa de l’horta».
Fue inolvidable , puesto que en mesa contigua contaron con la presencia de Manuel Vicent quien, ensimismado, se entretenía dibujando tranvías en el mantel de papel e imaginando historias futuras…
Fulgencia y Rigoberto se embarcaron y celebraron su luna de miel viajando por mar, degustando toda clase de viandas, con el pan siempre presente.
NOTA:
Rigoberto nunca ganó ningún concurso literario ni fotográfico, pero se llevó un tesoro: una panadera que empleaba la misma energía en amasar el pan y su musculatura, al tiempo que derrochaba exquisitez y ternura al espolvorear el azúcar en las pastas y acariciar la espalda de su amado…
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