Triste y hambrienta estaba. No sabía cuál pesaba más, si su hambre o su pena.

Caminaba como «quien poda en mayo y alza en agosto, que no recoge pan ni para mosto».          

 De repente, se detuvo abruptamente. Cerró los ojos. Aspiró lentamente. Saboreando. Ese olor inconfundible de la levadura y granos recién horneados, convertidos en pan, la envolvió como una manta cálida, despertando en ella recuerdos de su infancia. La voz de su madre resonó en sus pensamientos: «El pan se parte en las manos, pero se reparte con el corazón». La vio allí, parada frente a la mesada, amasando. La vio allí, girando la cabeza y sonriéndole. «Eres más buena que el pan», le decía siempre.

No sé si «buena» era la palabra que ella emplearía. Ingenua, tonta, enamorada.

Y si, se «habían juntado el pan con las ganas de comer». Es que él le hablaba de sueños, de amaneceres con aroma a pan recién horneado. A su buena amiga, él «le daba su pan y su vino». Y es que a ella todo le sabía a beso, como el pan, las uvas y el queso.

Él sabía cómo endulzar el oído. – «Contigo pan y cebollas» – le dijo. Y ella le creyó. Pero no hubo pan ni cebollas. Ni sueños, ni amaneceres. Solo «pan duro» que no alcanzaba para mitigar el hambre y menos el dolor. Realmente esa relación fue «pan para hoy y hambre para mañana», hay que decir las cosas como son, “al pan, pan y al vino, vino”.

Lentamente, arrastrando los pies y la vida, se detiene frente a la vidriera de la panadería y con un gran suspiro, murmura para si misma – «las penas con pan son menos penas»-.

Hurga en los bolsillos de su raído saco, a ver si por esas casualidades encuentra una moneda. Unos pocos centavos halla, pero se dio cuenta que no le alcanzaría para una hogaza de pan.

-Bueno- se dijo, » a falta de pan, buenas son tortas». Pero ni para eso tenía.                              ¿Cuánto duraría su desdicha?, se preguntaba, ya era «más larga que un día sin pan». Levanto sus ojos al cielo y mientras las lágrimas corrían por sus mejillas, en un susurro exclamo… -«el pan nuestro de cada día dánoslo hoy»-, sabiendo que no solo pedía por su estómago sino más bien por su fatigada alma.

Mientras escuchaba su estómago rugir y su corazón llorar, de la panadería sale una señora y la mira.

Con vergüenza, y la cabeza gacha, la muchacha estira su mano, suplicante. La señora permanece allí, parada, mirándola, y ahora es a ella a quien se le llenan los ojos de lágrimas. Saca de su bolsa un gran pan, recién horneado, todavía tibio, con su corteza dorada y crujiente. Lo pone en las manos de la muchacha, a quien se le calienta el alma y no solamente las manos, ya que «el pan es un abrazo compartido».

Y en la puerta de esa panadería, levanta la mirada y entre medio de sus lágrimas la vio, después de mucho tiempo, sonriéndole. Y su voz volvió a resonar y otra vez vuelve a escuchar…»eres más buena que el pan».

FIN

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS