El pan se deja amasar entre magdalenas y hojaldres. Luego se humedece, su masa crece lentamente en el horno de barro, y todo huele a levadura fresca, manteca y leche tibia.
Abrió la puerta de la panadería: no olía a nada, y lo supo enseguida.
–Buenos días –saludó la panadera– ¿qué le pongo?
–Una barra de pan blanco, por favor.
Para que forme una buena corteza, hay que rociar el pan con agua dos o tres veces durante la cocción. Para que forme una buena miga, hay que amasarlo con energía, golpeando la masa sobre la mesa varias veces para romper las cadenas de gluten y darle elasticidad. Hay que hidratar la levadura, disolver cuidadosamente la sal, amamantar el amasijo. Amasar, levar, añadir harina, levar, amasar, levar, más harina, y hornear. Así es como el pan huele a mañanas de domingo, y su aroma se cuela por los rincones de las casas donde los hombres trabajan el barro. Así es como el aroma del pan blanco se mezcla con el café humeante y el ruido del agua que cae copiosamente, los días en los que la lluvia transforma las mañanas en domingos.
La panadera se giró, rebuscó entre pedazos de levadura churruscada y le tendió una bolsa de plástico. Había restos de barro bajo las uñas sucias de harina y un manchón morado en la mejilla. Diego Torres pagó y salió con un seco «buenos días».
–¿Recordando viejos tiempos, inspector?
–A cualquier cosa le llama pan esta gente.
–¿Su familia vivía en el barrio, no?
–Mi abuela –respondió Torres, tirando la bolsa de plástico, con su contenido intacto, en la papelera de la esquina.
–Es ahí mismo –dijo Ramírez.
Un precinto policial impedía el paso.
–Aún estamos esperando a los de la científica –saludó el agente Gutiérrez levantando la cinta amarilla.
Al otro lado, el barro dominaba la escena. La zona había prosperado gracias a los pozos de arcilla. Aunque de todo eso no quedaban más que dos charcas rojizas llenas de escombros. Y, entre los escombros, una cabeza con la boca abierta y los ojos vidriosos era el centro de atención.
–¿Tiene nombre?
–Jorge García. Le han identificado los vecinos, inspector –dijo Gutiérrez señalando a un grupo de curiosos–. Un tipo muy conocido en el barrio. Hasta hace unos años, gerente de los pozos de arcilla. Hasta hace unas horas, el marido de la panadera.
–¿Sabemos cuántas horas?
–Es difícil decirlo porque el pozo de arcilla ha mantenido el calor del cuerpo. Habrá que esperar a los resultados del análisis del humor vítreo. Pero una vecina, la señora Rodríguez, afirma que anoche sacó a pasear a su cocker sobre las doce de la noche y no había ningún fiambre. Parece que las charcas son el meadero oficial de perros y borrachos del barrio.
El entierro había sido rápido. Había marcas de arrastre. Un surco de unos dos metros desde el agujero hasta la zona del descampado donde aparcaban los vecinos. Había rastros de sangre. Un reguero seco desde la puerta del conductor de un Seat León amarillo hasta el pozo. Allí era donde le habían rebanado el pescuezo al señor García. Desde el asiento de atrás, con una cuchilla sucia de afeitar, de las clásicas, con doble filo. La sospechosa tenía numerosos cortes en los dedos, algunos le habían seccionado los tendones. Era difícil creer que había arrastrado el cuerpo ella sola con esas manos pequeñas y rotas.
–¿Ha dicho algo?
–Nada, inspector. Está como ida. Sorda, ciega y muda. Llevaba la documentación encima, así que ha sido fácil. Irene García, hermana del fallecido.
El inspector Torres se acercó al pozo y examinó el cadáver. Apestaba a whisky barato. Había rastros de polvo blanco en la camisa sucia de sangre y una suave inflamación en los nudillos de la mano derecha. Valiente capullo, pensó. Y, luego, a veces hay casos así, fáciles pero llenos de mierda. Emociones que se van amasando hasta formar un barro oscuro que no hay forma de blanquear.
–¿Y los vecinos qué dicen?
–Bueno, ya sabe, lo típico: que más que pan, hacían bollos en esa panadería.
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