Ubaldo partió el pan y se llevó la mitad a la boca. Después dividió lo restante alcanzándole un pedazo a su madre y colocando el otro sobre la lengua a Doña María.

-No se olvide del vino padre -dijo la voz moribunda de la señora volviendo a su vez la mirada a Paquita.

-¿Puedo? -preguntó la sirvienta.

Doña María se limitó a asentir.

Se acercó al salón e hizo chirriar las bisagras del antiguo mueble bar. En su interior, una botella decorada con dos anillos entrelazados donde todavía se podían descifrar dos nombres y un año. Vicente y María  1900. Junto a ella, otras con más  nombres y años: Maruja 1923, José 1924, Lorenzo 1926, Orencio 1927, Dolores 1928 y un vidrio vacío. Tomó la matrimonial, buscó una bandeja de plata y la copa más aparente de la cristalería. De la cubertería extrajo un abrebotellas que a buen seguro tuvo momentos mejores. Con todo ello se dirigió a la alcoba. Una vez allí su hijo la descorchó y el ambiente se avinagró. El olor se acrecentó al servir la copa, pero eso no le impidió bendecir la sangre de Cristo. Bebió un sorbo y su garganta se apiadó de la muerte que tenía delante, ingiriendo casi el resto en un largo trago antes de dársela a su madre y llevarle una gota a los labios de Doña María. Sin aspavientos pero con un sonrisa que volaba al pasado, la señora viajo hasta el “sí quiero” en la catedral de Huesca. Con esa felicidad, le tembló el pulso al seminarista al ungir su dedo pulgar en aceite y darle la extremaunción. Doña María se fue apagando como si se quedará dormida.

Con la respiración tenue, volvió a entrar en el obrador de la Plaza Lizana. Ocupó un lugar entre aquellos hombres que la acogieron expectantes. Carecía de la fuerza necesaria para amasar el pan, pero su voluntad la fermentaría en unos días. El pañuelo que le recogía el pelo, no impedía que su sudor se mezclara con los ingredientes entre sus manos.

-Y yo que pensaba que los ricos carecían de sudor –dijo uno de los aprendices.

Se insinuó una carcajada entre el resto, detenida por el panadero que estaba avivando el fuego.

-El pan no entiende de clases -le dijo mientras le daba una bofetada. Recuérdame que hoy no te lleves una hogaza para casa aunque puedas pagarla.

-Perdone usted Doña María -se disculpó el panadero. La educación carece a veces de sal y otras lleva demasiada.

Ella guardo silencio, el cual se rompería con sus propios estornudos debido a la nube de harina que flotaba en el ambiente.

Con las masadas reposando, se dispusieron a recenar. El panadero cortó unas chullas recias de jamón y las fue repartiendo entre los presentes. Doña María le dio un mordisco al tocino y se guardo el resto en un pañuelo de lino bajo los refajos cuando nadie la miraba. La jornada terminó entrado el amanecer. Exhausta subió tras el brío masculino los tres peldaños que separaban el obrador de la calle. Una vez en la plaza la voz de Honorato le hizo volver la vista.

-Doña María, se deja usted algo.

Ella regresó sobre sus pasos pensativa.

-Ya quisieran algunos aprendices manejarse como lo ha hecho usted hoy, pero necesita comer y con una chulla no podrá alimentar a sus cinco hijos y a la dama de cría. De los huesos no se hace un buen pan. ¿Qué necesita?

-En casa tenemos huevos de nuestras gallinas y leche de nuestra vaca. Aunque últimamente el luto me impide subir a la finca y parece ser que hasta los animales echan de menos a mi marido. Eso me cuenta el capataz. Incluso el molino se ha empeñado en ir más despacio -contestó con tristeza.

-Quién tenga hacienda que la atienda Doña María. Si no le llega para tener servida su casa, difícilmente podrá pagar los salarios a sus empleados, y dentro de cinco días me tienen que servir harina. No estaría demás subir a darse una vuelta. Aunque hoy será mejor echarse a dormir.

-Gracias por el consejo. Además de aprender a hacer pan, tendré que aprender a montar en bicicleta. Hasta mañana.

-Espere, no se querrá ir con las manos casi vacías.

Honorato cogió un cesto y dio cuenta del jamón. Cortó una docena de chullas, las envolvió en papel de estraza y las deposito al fondo. Decantó leche sobre un par de botellas y les hizo mantener el equilibrio adjuntado un cuenco con huevos y otra hogaza de pan.   

-Hoy venga antes de la medianoche con todo. Si no me dice lo contrario no se irá de vacío. Una hogaza es poco para tanta familia.

Sobrepasada por el gesto le contestó:

-Muchísimas gracias. Dios se lo pague con… 

-No quiero más hijos a no ser que sea para quitarles el hambre -le interrumpió.

A mitad de semana, Doña María uso su última rama de canela y una vaina de vainilla que tenía en la despensa para hacer torrijas. Honorato la había servido también de aceite. Aquella noche la chulla tenía postre y aquellos hombres rudos flojearon ante el arte culinario de la viuda.

Al final de la semana la harina escaseaba tanto como le faltaban las fuerzas a Doña María.

-Usted a la harina, yo a la masa, y el pan en su casa. Voy a tener que acompañarla a ver a su capataz.

Con ayuda del panadero puso orden en la finca y el molino. El hijo del capataz estaba de aprendiz en la panadería. Era un pan sin sal y no le tembló el pulso a Honorato.

-Hasta los perros tienen derecho a unas sopas de pan, pero eso no implica fidelidad por parte de su amo.

Doña María ante tan magna palabrería trató de no quedarse atrás con la inquetud apretándole el estómago.

-Aplíquese el cuento Juan, a partir de hoy vendré todos los días.

De regreso a Huesca Doña María vomitó todos sus males.

-¿Se encuentra bien?

-Sí. No se preocupe. Guárdeme el secreto. Estoy embarazada.

Casi diez meses después de la muerte de su marido, tuvo una niña peluda y amoratada. Era nueve de marzo. Logró esconder su estado pero las malas lenguas que la vieron deambular a altas horas de la noche, no dudaron en crear una mentira que repetida sería verdad.

-Tan grande es la criatura que ha salido antes de tiempo.

Dejó de ser madre llevando a su hija con las monjas. Estaba sola, la situación no era mucho mejor que meses atrás. Mala cosecha. Carecía de capataz y dama de cría. Días después la mujer de Honorato, flamenca por aquel entonces, tuvo una tardana. No la vio más. Solo guardó una botella vacía para recoger sus propias lágrimas.

Por la mañana Doña María se despertó con ganas. Le pidió a Paquita un vaso de leche y un trozo de pan, pero ella aprovechando la momentánea presencia de Ubaldo había hecho torrijas. Después le ordenó que subiera a llamar a sus hijos.

Cuando llegaron con sus ojos de pan negro, invitaron a Paquita a que saliera.

-No te vayas. Tienes los mismos ojos que tu padre y mi receta -le dijo.  No te vayas, hija mía.

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