Se despierta con hambre. Después de lavarse la cara camina hacia la cocina. Abre la panera que está en la encimera de mármol, al lado de la tostadora. La media barra que queda de ayer está dura como una piedra. Tendrá que echarla al cubo de la basura y bajar a la panadería a comprar pan fresco para el desayuno. Sin pensarlo, la coge y le da un beso. Está a punto de deshacerse del pedazo, lo vuelve a contemplar, intenta abrirlo y se le vienen a la cabeza imágenes de cuando era pequeña paseando por la calle, de la mano de la abuela. En esos paseos a menudo se encontraban trozos de pan en el suelo. Niña, cógelo, el pan es una bendición, no se puede dejar tirado. Deja, ya lo hago yo. Entonces se sacaba del pecho un pañuelo arrugado, lo sacudía y cogía el chusco con él, lo limpiaba amorosamente y le daba un sonoro beso. Con el hambre que hay en el mundo, no se puede ir derrochando la comida, y menos el pan. Es vida. Es un regalo del que no podemos deshacernos sin ton ni son. Envuelto en la tela, el pan acababa en los bolsillos de la abuela. Al llegar a casa iba directa a la cocina, lo colocaba en un cuenco y le echaba un poco de agua. Rebuscaba entre las verduras hasta encontrar alguna que estuviera demasiado madura para poder usarla en el guiso del día. Normalmente eran tomates. Desmenuzaba la hortaliza y la mezclaba bien con el amasijo del cuenco. Cruzaba rauda al otro lado de la calle, donde estaba el corral. Se la veía radiante, feliz de poder dar de comer una vez más a sus gallinas, que recibían el manjar con alboroto. Ella seguía sus idas y venidas con sorpresa y admiración. Quería a la abuela más que a nadie en el mundo; a sus padres también, pero no era lo mismo. Los pechos grandes y blandos de la abuela eran su refugio, su sostén.

También recuerda las veces que se sentaba en el escalón de entrada a la casa a esperar el desayuno. La abuela le traía en un plato una gran rebanada de pan bañada de aceite, con una tortilla francesa encima. Ella la miraba con gratitud, se colocaba una servilleta sobre las rodillas para poner el plato encima y así evitar mancharse. Comía con fruición, saboreando cada bocado. De vez en cuando se le caía alguna miga. La abuela la miraba y ella ya sabía lo que tenía que hacer: cogerla y comérsela. No se puede desperdiciar nada. Y no lo hacía, sentía que tenía que alimentar bien su cuerpo para poder hacer lo que más le gustaba, jugar. Aunque a veces, cuando la abuela regresaba a la cocina, ella dejaba que alguna migaja fuera al suelo y pasara a ser la comida de las hormigas que rápidamente aparecían de la nada y se las iban llevando sobre sus lomos a su escondrijo. Le sorprendía el peso que se puede acarrear sobre las espaldas. Le gustaban esos insectos, tan organizados y tan comunitarios, compartiendo siempre el alimento. Aunque le inquietaba verlas ir en fila, una detrás de otra. No le gustaba nada cuando en el colegio las colocaban así cada vez que tenían que volver a clase después del patio.

Otras veces, cuando estaba muy duro, la abuela cogía el rallador y comenzaba a transformar el mendrugo en polvo café con leche al que añadía unas hojas de perejil y un diente de ajo troceado. Hoy comemos albóndigas, ve desgranando los guisantes que yo voy picando la cebolla y el tomate. Venga, muévete. ¿Qué haces ahí parada? Ella no podía resistir la tentación, y antes de hacer caso a la abuela, cogía una pizquita de pan rallado del plato y se lo llevaba a la boca. Era una de las cosas con las que más disfrutaba en su tarea de pinche, probar los ingredientes que formarían parte de un todo.

Mira el resto de pan que tiene entre las manos. Ay, abuela, cuánto te echo de menos. Seguro que tú ya sabrías que hacer con él. Lo vuelve a dejar en la panera, las tripas le rugen. Mientras se va quitando el pijama su pensamiento es un libro de recetas: sopa de ajo, migas con chocolate y sal, pudin, torrijas. Ya sabe lo que va a hacer después de desayunar, pero lo primero es lo primero. Se pone un vestido, se calza las sandalias y coge el bolso del respaldo de la silla. Confía en que tengan en el horno una buena hogaza redonda. Vuelve a la cocina y abre la puerta de la despensa; si, aún quedan huevos.

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