Al doblar aquella esquina de madrugada, siempre me asaltaba la duda, ¿qué era lo que me hacía volver a aquellas horas a casa?: permitir salir de caza, al depredador que se cobijaba en mí; ahogar en alcohol las penas existenciales, con otros como yo; bailar hasta la extenuación, charlar hasta la afonía… o, simplemente, doblar aquella esquina a aquellas horas intempestivas.
Era una caricia a todos los sentidos. El olfato, el más arcaico de los sentidos, ese que despierta recuerdos, y los crea, fijándolos para siempre, reaccionaba antes de doblar el chaflán.
Como una lagartija vivaz aceleraba, inconscientemente, toda la manzana anterior, ese minicocodrilo levantaba la cabeza venteando el aire.
Las aletas se dilataban, la sonrisa florecía por encima del cansancio o el hastío, la respiración se volvía profunda, como queriendo guardar memoria eterna del momento, de ese aroma que el aire transportaba.
Visualizaba, sin esfuerzo, las manos sumergiéndose en la masa. Cerrándose y abriéndose poderosas, amables, acariciantes en el producto de Cibeles, la gran diosa. La harina, entregada a su destino, se dejaba hacer.
Respondiendo a la imagen que en el cerebro se formaba, las glándulas salivares entraban en ebullición. La lengua recorre gustosa los labios, ayudando a tragar el exceso.
A los dos pasos del giro, siguiendo la estela perfumada el guirigay sordo del personal, todos varones, familia, unos enseñando y supervisando, otros aprendiendo y pagando en esfuerzo físico, transmutaban aquella masa flexible y esponjosa, en manjares, no solo saludables, también exquisitos, pura alquimia y si no que me expliquen a mi si no es conjunción mística el milagro de la masa madre que crece sin fermentos añadidos, dando vida a bacterias y levadura… sortilegio que nos hechiza al primer bocado.
Amasaban, enterrando las manos en la masa feliz, elástica, sensual, dándole forma, regodeándose en el acto, horneaban, creaban el pan, la bollería que en unas horas se pondría en el mostrador para la venta, y, mientras daban el reposo a las masas, preparaban rellenos, pincelaban con huevo aquí y allá sus bollerías para que lucieran en el escaparate, con ese brillo que te deslumbra cuando por fin la senda del olfato te lleva a su origen.
Paso a paso iba enhebrando acciones, recuerdos, veía el pan en los estantes, los bollos ordenados en sus bandejas, pero sobre todo lo que más me gustaba eran las panaderas. Madre e hija, los varones lo hacían, las mujeres lo distribuían.
La madre era una cincuentona de buen ver. Alta para su edad, de carnes floridas, más abundantes que escasas y bien distribuidas. El pelo que empezaba a desvelar grises lo recogía higiénica en un moño alto, descubriendo un cuello largo escoltado por dos orejas que se adornaban con unos pequeños pendientes de bola. El pecho cobijado en el sujetador, la blusa y el delantal saltaba indomable con los pequeños grandes movimientos. Era hipnótico.
En muchas ocasiones pedía un payés, colocado en el estante superior, por verla alzar los brazos para alcanzarlo. En esos momentos los senos se juntaban en un estrecho y mágico desfiladero que se insinuaba triunfante en la parte inicial y descubierta del moderado escote, invitando a disparar fantasías y deseos.
Me había sorprendido recreando en la intimidad esas imágenes. Me asombraba con la gracilidad del movimiento, pura danza. Me encantaba cuando tenía que agacharse a coger de la banasta, donde se alineaban, las barras, las pistolas las llaman en los madriles, y se inclinaba empompando la grupa. Y las semilunas australes, enmarcadas por el algodón del delantal, impoluto y siempre recién planchado, cantaban su poderío haciendo cierto el dicho que la que tuvo retuvo.
Pero a mí la que me gustaba era la hija. Como sus hermanos, combinaba estudios con el negocio familiar.
- Buenos días…
- Buenos días, el más fiel cliente…
- ¿Cómo no ser fiel a estas masas? -dije requebrador, dirigiéndole una mirada apreciativamente positiva acompañando una sonrisa-
- El más fiel y el más candonguero -devolvió parlamento y sonrisas-
De carnes semejantes a su madre, la genética, como tantas veces marca imagen y predispone al destino. Era formal, con un punto de pizpireta inocente que le daba una luz especial. Detrás del mostrador era la misma imagen de la felicidad, siempre sonriente y dispuesta a atender cada petición rápida, pero sin negar la conversación a nadie.
- ¿Cómo no entregarse al gluten? ¿Cómo no rendirse a la sinfonía de sabores? ¿Cómo no…?
- Para el carro Robespierre, que mis productos no necesitan E621. El glutamato monosódico está prohibido en esta casa, nuestros sabores son puros… -decía tras un mohín sonriente y un tanto descarado-
Me gustaba mirarla. Quizás unos dedos más alta que la madre, el pelo corto a lo garzón, descubría un cuello largo, casi infinito, adornado con un surtido de pendientes de fantasía, la nuca, despejada de cualquier pilosidad, la imaginaba como deberían ser la de las geishas.
- Siempre pensé que dopabais vuestras magdalenas. -Dijo riendo descarado-
- Pues no, entre la juerga y el estudio no te enteras de nada -le dijo entrecerrando los párpados- es un fino trabajo de masas y dedos -aseveró provocativa-
Los vaqueros le esculpían unas caderas de feminidad indiscutible. Si el pelo podía de espaldas llevar a confusión en cuanto la vista bajaba a territorios más al sur la duda desaparecía. Las concavidades presas bajo el denin me hacían enjaretar imágenes y fantasías poco ortodoxas, pero inevitables.
- Oye, la forma, aun se puede modelar con la mano, con un buen juego de dedos, pero ese sabor… pura ambrosía, digna de dioses…
Las miradas se encontraban a medio camino entre ellos, las sonrisas simétricas, el tronco echado hacia delante.
- Va a llevar razón mi madre, que “muy listo para el binomio y muy torpe para el recado” -sentenció risueña-
- ¡Qué honor! Habláis de mi…
Solía complementar con camisetas, de todo tipo y diseño, escotadas, cuello barco, de pico con botoncitos… constituían su falso uniforme. La de ese día era discreta pero muy sensual.
- Claro, que te crees, eres nuestra lumbrera favorita, esta es una panadería vintage, con gente humilde, universitarios los justos.
- Siempre nos quedará -sonrió nostálgico- el colesterolémico croissant
Y con ganas de seguir, se despidió hasta mañana.
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