La niña Celeste tenía una familia y una casa en un pueblo pero vivía “confinada”, por razones solo académicas y por tanto voluntarias en un Internado de un pueblo algo más grande que el suyo. El Internado de elevado rango, un palacio nada menos, tenía una terraza amplia con arcos a los que Celeste se asomaba y desde allí en la lejanía, veía las recortadas casas de su pueblo y un imponente silo (construcción antigua para guardar los cereales). El corazón se apaciguaba solo con verlo, aquel era el símbolo de verdad de su pueblo.

Las visitas a la terraza tenían lugar en dos momentos, por la mañana muy temprano, con la premura de llegar puntual a las clases, muy rápido y aunque el sol que nacía era cegador se adivinaba la presencia del silo y por las tardes, cuando la actividad académica había concluido, la niña veía de nuevo el almacén de cereales, majestuoso, a la hora en que el sol moría y la silueta se recortaba en la lejanía. Esa enorme construcción era lo único que se veía del pueblo. Se demoraba largo rato y el rato de demora se convertía en tristeza ¡cómo echaba de menos su pueblo! Cuando la luz del día se apagaba volvía con sus compañeras dejando atrás una imagen ya confusa del pueblo. Así cada día durante cinco largos años. Los niños también sufren de nostalgia y sienten el exilio en el pueblo de al lado.

Allí recordaba a su amigo José Luis (su padre fue el constructor del silo) compañero de juegos de Celeste y a su bonita clase en la escuela del pueblo. Ser mayor no compensa, pensaba en su tierna lucidez; “sé muchas más cosas pero aquí no hay trigo que está en el silo, ni harina para hacer el pan, ni puedo pasar por la tahona de tío José cuando voy a la escuela, ni huelo a pan, ni tía Antonia nos trae el pan a casa, redondo, tostado, oliendo todavía a recién cocido, con mucha miga blanca, envuelto en sus torcidas manos”. Celeste lo devoraba con un trozo de queso o de morcilla, ¡lo que hubiera en la alacena!. “Un cacho pan es más importante que el condumio” pensaba.

Desde el inicio de la empinada calle que conducía a la tahona ya iba Celeste disfrutando del aroma que procedía de la misma; cada mañana se entretenía dando una pequeña vuelta antes de bajar corriendo la cuesta que la dirigía hacia la escuela. Siendo muy niña miraba con el rabillo del ojo los panes apilados en los estantes: de cuarto, de medio, de un kilo, toda la estancia envuelta con el polvillo de la harina y el traqueteo de la caja de madera para pagar que sonaba desde lejos. Para los niños solo hay dos comercios (como se decía en el lugar) que huelen, la panadería y la dulcería. En el pueblo de Celeste no había dulcería, la panadería era el lugar más mágico del mundo.

La vida añadió continuos cambios, la niña se convirtió en mujer y todavía Celeste recuerda que su patria chica, su pueblo, sigue siendo el silo, sus casas envejecidas, encaladas, “las cercas” de piedra, en cuyo interior siembran y crecen los cereales, los tractores, las cosechadoras con sus hombres sudorosos y agotados del trabajo y el trigo, siempre el recuerdo del trigo, unas veces verde ,luego amarillo… el molino, la tahona y el olor del pan insertado en el cerebro que se busca continuamente, como se busca la magia de las cosas , en cualquier lugar donde se vive más tarde o se visita.

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