El burdel de los abrazos de pan

El burdel de los abrazos de pan

Cuentan que Honorato, el hijo del panadero, fue concebido en la cocina una noche de deseos urgentes. Fue tal la intensidad del momento que Simón y Jacinta terminaron apanados con harina y huevos. Tal vez el semen fermentó con la levadura y el útero sirvió de horno. Y como era de esperarse, unos meses después nació un bebé. Pero para sorpresa de todos, era un niño de pan. 

Nació esponjoso y suave. Tanto que la enfermera debió buscar sábanas para sostenerlo, porque el cuerpo flácido se descolgaba entre sus dedos. Sorprendidos, los doctores llamaron a junta y tras mucho deliberar concluyeron que debía hornearse a fuego bajo porque, más que prematuro, Honorato había nacido crudo. Enharinaron una bandeja y así obtuvo una cobertura tostada, un poco piel y un poco concha, que le procuraba firmeza. 

El niño de pan fue noticia. Mientras sus papás trataban de alejarlo de los curiosos se hacían largas filas en la panadería para ver al fenómeno. Hasta que pasaron los años y su presencia se volvió habitual para todos. 

Crecía rápidamente. Con ocho años tenía la contextura de un adolescente, voz grave y un rostro en cuya frente asomaban algunos granos de ajonjolí que él extirpaba con vergüenza. Cinco años después, con apenas trece años era un hombre gigantesco con corazón de muchacho. Literalmente un pan de Dios. Sensible, tímido y solitario, aunque torpe para expresar sentimientos.

Pero todo cambió aquella noche de mayo. Tendría unos dieciséis años, aunque parecía un gigante de cuarenta. Atravesaba el parque cuando reconoció a Doña Graciela sentada junto al tobogán. Una anciana de ochenta años que perdió a su marido recientemente. Para ella cada jornada era una carrera contra la nostalgia que la arrastraba hasta el parque, donde solía sentarse con el recuerdo de Manuel para llorar hasta vaciar sus ojos. Y esa noche de ella emergía un manantial inagotable. 

Se le acercó, ella logró reconocerlo tras la cascada de lágrimas. Entonces sucedió algo inesperado: Honorato se desvistió, introdujo los dedos en su pecho y lo abrió como quien quiebra un pan sin usar cuchillo. La raja comenzó debajo de su cuello y se extendió hasta la base de su abdomen. Instintivamente tomó a Graciela y abrazándola le metió dentro de sí. 

Graciela se dejó llevar. Honorato aguardó con los ojos cerrados y con los brazos sobre su abdomen. Pasaron algunos minutos, solo se escuchaban los grillos entre la vegetación. Exhaló profundamente y Graciela asomó desde su pecho como una semilla germinada. Sorprendida y desorientada, pero llena de una profunda paz. Lo tomó con sus manos de venas azules y lo bendijo besándolo en la sien. Y se marchó, con el cuerpo lleno de migas y las piernas todavía temblando. 

El rumor arrasó al pueblo como una avalancha. Graciela le contó a su nieta la extraña experiencia (Dejándole claro que no había sido ninguna inmoralidad). La joven lo contó a sus amigos y así la noticia se propagó como un virus. Al día siguiente, todos hablaban de la energía mágica y reparadora que guardaba Honorato dentro de su interior de pan. 

Esa noche, al atravesar el parque rumbo a casa, Honorato se encontró con varios habitantes del pueblo esperándole. Aunque intentaban simular un encuentro fortuito, tenían los ojos llenitos de pena, pero también de necesidad. Él entendió; sin mediar palabra se internó en lo oscuro, y uno a uno fue abrazándolos y engulléndolos, para luego liberarlos cubiertos de miga y con el corazón recargado de energía. La noche siguiente aguardaban diez personas, luego treinta, hasta finalmente salirse de control. El domingo temprano el parque era una feria. Decenas de personas hacían fila esperando por un abrazo de pan. 

Aquel domingo el Padre Sebastián se alistaba para oficiar la misa. Se puso el alba prístinamente blanca, el cíngulo dorado y la estola verde con espigas bordadas. Oró, agradeciendo ser instrumento del Altísimo, subió al púlpito y levantó la mirada. Escasos fieles ocupaban los bancos ese domingo. Al preguntar por sus feligreses le contaron que estaban en el parque, esperando por un abrazo de aquel muchacho singular. 

No hubo misa. Salió de la iglesia decidido a recuperar su rebaño. Al llegar encontró un despelote de tarantines de comida y una fila inmensa de personas. En el extremo estaba Honorato abriendo su cuerpo y Cristina saliendo de él. Una joven osada que había decidido desnudarse para vivir la experiencia plenamente. Luego contaría con palabras atropelladas y mucha agitación, lo maravilloso de vivir ese abrazo estando en cueros. La miga del pan era esponjosa, cálida y cubría todos los recodos. Sus axilas, las coyunturas de los dedos, sus senos y los pliegues de su sexo. Era un chapuzón tibio que abría las puertas del alma a otro nivel. Incluso muchísimo más íntimo y poderoso que el más fuerte de los orgasmos. 

Para el cura Sebastián, Sodoma y Gomorra renacían en su pueblo. Encolerizado reprimió a la muchedumbre con una cantaleta de injurias y amenazas. Todos regresaron a sus casas cabizbajos y avergonzados. Incluso Honorato, aún sin entender que pecado había en mitigar las tristezas con un abrazo. 

En misa de seis, Sebastián renegó de quienes buscaban placeres ajenos a Dios. Aquellos que procuraron el abrazo de Honorato ahora se daban golpes de pecho, despreciando aquella aberración. Llamaron a cabildo popular, y con el apoyo del alcalde exiliaron del pueblo al pobre muchacho, que aceptó su condena y se marchó con mucho pesar. Nadie lo defendió, pero muchos lloraron su partida en silencio, escondidos tras las cortinas de los ventanales.

Honorato caminó algunas horas hasta alejarse de los límites del pueblo, sin saber adonde ir y con la tristeza quemándole por dentro. Se detuvo en una explanada junto al riachuelo y soltó el equipaje. No quería alejarse más de su terruño. Así que allí, a escasos kilómetros de los verdugos que tanto extrañaba, estableció su morada definitiva. Ramas y troncos fueron su refugio para pasar esa noche y luego sirvieron de cimientos para construir la modesta cabaña donde viviría en soledad. 

En otoño, como cada año, regresaron los gitanos al pueblo contando sus viajes fantásticos, y como algo banal mencionaron haber visto la cabaña de Honorato a escasas millas al sur. El cura Sebastián temió su regreso y arremetió en sus sermones contra el engendro malvado. Todo el pueblo parecía convencido, pero muy adentro de ellos, donde ni Sebastián podía llegar, brotaba una inmensa alegría y un deseo incontrolable de sumergirse de nuevo en ese abrazo tibio de miga para deslastrarse de sus pesares. 

Han pasado varios años desde que Honorato se marchó; ya nadie parece recordarlo. Pero es un secreto a voces que muchos caminan cada noche fuera de los límites del pueblo, siguiendo el camino que bordea el riachuelo hasta la cabaña de Honorato, que a sus treinta años es un anciano regordete y canoso. Allí se desvisten y se entregan a una experiencia sensorial y espiritual sublime y hermosa. 

Incluso hay quienes afirman haber visto, oculto bajo una túnica, al mismísimo Padre Sebastián saliendo a medianoche para liberarse de los demonios que acechan su corazón. Y cuentan que también él se siente más cerca de Dios allí, en ese lugar al que él mismo denigró en sus sermones llamándolo el Burdel de los Abrazos de Pan.

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