El desayuno de El Patrón

El desayuno de El Patrón

Las calles pedregosas y húmedas por el rocío de la noche eran tenuemente iluminadas por su viejo farol. La panadería se encontraba a unas tres manzanas de la habitación que alquilaba, así que no tardaba más de diez minutos en llegar. 

<<¡Amasá! –la voz resonaba en su cabeza, incesante y cruel.>> 

Los caballos que tiraban el carro de El Capataz le hicieron saber que ya había llegado con relinchos nerviosos. 

<<Amasar, amasar y amasar. ¡Es en lo único en lo que tenés que pensar!>> 

El Capataz lo recibió con su rostro hosco y con los hornos bien calientes.

-Prepará, mezclá, amasá y cociná. Es fácil, pibe. Ah, y que no se te queme nada, no vaya a ser que pase algo como lo del Martes pasado.  

Él asintió con la cabeza. El Capataz amagó con irse pero al instante volvió su mirada hacia él. 

-Otra cosa –Carraspeó-, casi me olvido. Acordate que hoy viene El Patrón a controlar cómo va todo en el local y va a probar lo que vos cocines. Tené preparado algo especialmente bueno. Bueno, ahora sí me voy. Tengo una reunión con él en La Central. Dale, ponete a trabajar. 

Él obedeció. 

Como todas las noches, empezó preparando la mezcla. 

 Como todas las noches, preparó, mezcló, amasó y cocinó. 

 Como todas las noches, el cuerpo le dolía, especialmente las manos y los pies. Las manos por los movimientos repetitivos, los pies por la caminata del día anterior, porque, además de hacer el pan, le tocaba salir a venderlo. Con más canastas que manos para llevarlas, a la mañana recorría la ciudad vendiendo el pan fresco que él mismo había horneado, caminando en unos zapatos viejos, duros y pequeños que le apretaban inclementes los dedos de sus pies, tanto así que los tenía llenos de ampollas y tenía más de una uña encarnada.  

 Como todas las noches, le dolía la espalda y la nuca, y sus ojos hinchados y ojerados le pesaban como si fueran de hierro. 

 Como todas las noches, preparó, mezcló, amasó y cocinó. 

 Pero esa noche algo era distinto. 

 Con cada amasada, con cada bollo que metía al horno, se sentía menos pesado. Más flaco, más ligero, más sano, más vivo, más libre.

Entonces amasó más, con más fuerza. 

Pero sus manos estaban cada vez más pálidas y sus dedos cada vez más largos y huesudos.  

<<Amasar, amasar y amasar. ¡Es en lo único en lo que tenés que pensar!>> 

Y él amasó. 

Pero sus manos ya no parecían manos y su piel ya no parecía piel. 

<<Amasar, amasar y amasar. ¡Es en lo único en lo que tenés que pensar!>> 

Pero cada vez le era más difícil distinguir sus manos, su ser, de la masa, del objeto.

Y él amasaba y horneaba, y amasaba y horneaba, y amasaba y horneaba…

Pero llegó el momento en que se quedó sin sitio para las bandejas de pan horneado, y fue entonces que comenzó a dejarlas en el suelo, arriba de los sacos de harina, y hasta afuera de la cocina. Y, peor aún, llegó el momento en que se quedó sin harina, sin huevos, sin levadura. 

Sus ojos se abrieron como platos en cuanto notó que el sol ya había salido y él todavía no había preparado… 

-¡El desayuno de El Patrón! –gritó, nervioso.

<<Amasar, amasar y amasar. ¡Es en lo único en lo que tenés que pensar!>> 

Decidió, pues, seguir amasando. Pero como ya no había nada que amasar, comenzó a amasarse a sí mismo. Y así, su ser se desdibujó, se deformó y se volvió a formar, pero bajo una apariencia distinta. Ahora él era redondo, esponjoso y suave, y con un golpe de horno se volvió el pan más apetecible jamás hecho, crujiente por fuera y esponjosamente suave por dentro. 

Y así fue servido en bandeja de plata a El Patrón, que lo miró con ojos de encanto y deseo. 

Gritó con desesperación cuando El Patrón dio el primer mordisco, pero nadie lo escuchó. 

Cada vez que El Patrón se llevaba un pedazo del pan a la boca, él podía ver con claridad su propio reflejo en la película húmedamente cristalina que recubría esos ojos ferozmente hambrientos. Pero no veía pan, sino que se veía a él, en su forma de hombre, con sus ropas andrajosas y con las manos y la cara sucia con harina. 

Se veía a él mismo, gritando con los ojos llenos de lágrimas. 

Gritaba y lloraba, gritaba y suplicaba, gritaba y gritaba. 

Pero nadie lo escuchaba. 

Y cuando en la bandeja de plata no hubo más que migajas, su existencia se difuminó. 

Ya no había ni pan, ni panadero. 

Ni pan, ni hombre. 

 

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