Hambre.

No recordaba cuándo había sido la última vez que había comido algo. Quizá había sido ese pequeño ratón que había conseguido robarle a ese gato malo y viejo que siempre que podía le mostraba los dientes, el muy arisco.

Pero eso había sido hacía días, o al menos eso creía ella. Su estómago rugía desesperado por algo de comida, pero se encontraba demasiado débil como para siquiera levantarse. Además, estaba cómoda envuelta entre sus mantas, acurrucada en sí misma.

«Quédate tranquilo -le susurró a su barriga la niña, mientras la acariciaba-, ya vendrá mamá con algo de huevos y, con suerte, papá traerá algo de pescado. O pan… Sí. Pan. Pan caliente… Eso estaría muy bien. Ya vendrán, tranquilo. Ya vendrán.»

Pero si no recordaba cuál era la última que había comido algo, menos aún podía recordar la última vez que había visto a sus padres.

Frío.

Por momentos, las mantas que tenía encima no eran suficiente abrigo contra las duras y frías baldosas de piedra del callejón del que había hecho su casa. Por momentos también tenía calor; sentía que la frente le hervía y que le latía más fuerte que el corazón.

En su inexorable agonía, la niña se entredormía y su realidad miserable se confundía con un mundo de sueños donde reinaba la abundancia. Decenas y decenas de platillos se presentaban ante ella como una maratón de sabores y olores magníficos, que se desdibujaban y se desvanecían en su ilusoria existencia en cuanto sus ojos se abrían un poco.

Trompetas.

Perturbaron súbitamente su dulce y enfermo sueño. Intentó ignorarlas, pero cada vez eran más, y su música cada vez más intensa. Al principio pensó que se trataba de otro de sus vívidos sueños, pero pronto se dio cuenta de que eran reales.

-¡Ciudadanos del reino! -la voz lejana, aunque intensa, del Portavoz del Rey terminó de despertarla-. ¡Estamos aquí reunidos para celebrar el cumpleaños número 18 de la princesa Edalia, hija del Rey Dalor de Thir III y la Reina Galadia de Dhona.

«El cumpleaños de la princesa. ¡Es hoy!»

De repente, la vida volvió a su cuerpo. Sus ojos se abrieron como platos y, con fuerzas sacadas de la nada misma, se incorporó tan de golpe que un mareo casi la arroja al suelo de nuevo. Se sostuvo de una pared y, como pudo, medio tropezándose con los harapos y mantas que la cubrían, corrió hacia el origen de aquel ruido.

Comida.

Había algo más que música y ruido viajando por el aire. Otra cosa, más intensa y provocativa, profundamente estimulante.

Olores. Olores de platos que nunca había sentido jamás.

Pronto llegó a la Plaza Colgante, una estructura de cara plana y circular hecha de rocas que se elevaba solo unos cuantos metros por encima de la multitud andrajosa. Sobre ella, alrededor de una gran mesa redonda, se hallaban los señores y damas más importantes del reino, entre los cuales se encontraban, por supuesto, el rey Dalor, la reina Galadia y la princesa Edalia. Siendo Edalia una apasionada de los panes, los bollos y los pasteles, era de esperar que todos y cada uno de los platos que había en esa mesa fuesen distintas variedades de esos productos.

Nunca había visto tanta comida en una sola mesa, ni en tantas formas, colores y tamaños. Se apilaban en torres de hasta diez pisos de platos dorados y brillantes, completamente abarrotados de comida, que se podían distinguir perfectamente a pesar de la distancia.

En cuanto vio semejante espectáculo horrorosamente delicioso, sus pupilas se dilataron tanto que casi se comen todo el iris que las circundaba, y su boca empezó a producir mucha más saliva de la que podía retener.

Ella estaba demasiado hipnotizada por esa escena asquerosamente dulce como para darse cuenta, pero, alrededor suyo, el espíritu del hambre más fiero también había tomado los cuerpos del resto de la plebe.

De pronto, sus ojos comenzaron a ver algo que su cabeza no podía explicar: la princesa Edalia, que siempre había sido tan delgada como un alfiler, estaba engordando. Todo, desde la cabeza hasta los pies, aumentaba su volumen con cada bocado que daba, como si de una masa leudando se tratara. Edalia, que hacía solo unos minutos era una adolescente normal, se había convertido en una gran masa amorfa y…

Apetecible.

Fue entonces que dejó de pensar.

El hambre más voraz se apoderó de su cuerpo y, con una fuerza de magnitudes colosales, la niña se abrió paso entre la multitud. Al parecer, tampoco era la única en querer llegar hasta el banquete, pues algunos ya estaban trepando la Plaza Colgante para cuando ella llegó hasta allí, y otros aplastaban con su paso ávido a los caballeros de la Guardia Real que se hallaban apostados bloqueando las escaleras bilaterales que rodeaban la estructura.

La niña escaló hasta la base de la plaza ayudándose de otros trepadores y, una vez arriba, se abalanzó salvajemente sobre la que alguna vez había sido la princesa Edalia. Y entonces tocó su piel…

Piel. No, piel no. Ya no era piel. Pan. Sí, pan. Ahora era pan.

En cuanto dio el primer mordisco, los gritos y el escándalo se desvanecieron, perdiéndose en el creciente e intenso sabor de esa masa sagrada, que inundó su hambrienta realidad.

Esponjoso. Suave. Caliente. Como la más fina de las masas.

Y sangriento.

La sangre había pintado por completo su rostro y no la dejaba ver, pero ella seguía comiendo. Y, a su alrededor, todo el pueblo comía también.

El pueblo comía pan.

Pan y Sangre.

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