Tengo recuerdos vagos, recuerdos que, aunque borrosos y distantes son amenos y alegres. Recuerdo estar carajillo, siendo temprano en la madrugada, y escuchar a mi abuela palmeando tortillas en la cocina, haciendo la masa para el pan de la tarde, preparando el café chorreado para el abuelo.
Recuerdo que el reloj no era quien despertaba, era el golpeteo de las tortillas siendo palmeadas: tap, tap, tap, tap, tap. Golpes rítmicos y secos que retumbaban por toda la casa, de la mano de mi abuela a la mesa, de la mesa al piso de madera, del piso de madera a toda la casa vieja que resonaba. Un sonido que podría pasar desapercibido para quien no presta atención, pero que no pasa desapercibido para quien usa más el oído y el cuerpo como su servidor.
Nunca he sabido qué color tiene el pan, porque soy ciego, pero sí que reconozco bien el aroma de un buen bollo de pan recién hecho, el pan del día siguiente, el pan tostado con mantequilla, las arepas hechas de harina, las tortillas palmeadas hechas de masa y queso triturado a mano.
El sabor de estos acompañados de agua dulce cuando era carajillo y no me dejaban tomar café, el sabor con el café cuando ya había crecido. Mi relación con el pan proviene de esos recuerdos y de cómo estos, sin saberlo, siempre estuvieron presentes.
El paladar se educa y siempre he criticado el pan por el recuerdo adornado por la memoria del pan hecho por mi abuela. Aquella casa de madera ya no existe, ni tampoco el café chorreado, y hace rato que la vieja nos abandonó, pero yo sigo midiendo el pan de la panadería, el bolillo comprado en la tienda y el postre de la esquina, siempre bajo la lupa de un recuerdo vago, distante y nostálgico.
En más de una ocasión recuerdo que me pusieron a hacer la masa, a preparar la harina, mis manos llenas de esas texturas acuosas, con grumos, texturas porosas, mezclas que al principio no olían a esas arepas, a ese pan, a esas tortillas, mezclas con las cuales jugaba a hacer bolitas mientras revolvía con la mano y más agua vertían en la olla.
Pasado un rato me quitaban del lugar porque ya mi trabajo mecánico había terminado, el resto caía a cargo de la viejita, lista para sus técnicas milenarias y su habilidad para saber cuánto dejar las arepas en el comal, el pan en el fogón, las tortillas al fuego.
Cuando la hora del café de la tarde llega, no es en colores que pienso. Pienso en aromas, texturas, sabores, y creo que a todo mundo le pasa. No se asocia el pan de la tarde al color de la pasta hojaldrada horneada, al color del postre de chocolate, ni mucho menos al característico color del café. Siempre es el olor de la leche, el olor del tueste al chorrear el café, el aroma dulce del pastel recién comprado, el olor de la masa combinada con el queso triturado en las tortillas recién hechas, el sabor y la textura de ese pan.
A mí me recuerda cuando me despertaba mi abuela, cuando la escuchaba palmear y preparar el pan, cuando me llamaba porque estaba listo el desayuno o el religioso café de la tarde, donde se encendía la radio y los mayores tomaban su café y los menores un buen vaso de agua dulce en el cual mojábamos el trozo de pan salado.
Esos son mis recuerdos, asociaciones y demás experiencias asociadas al pan de mi abuela y el resto que llegó con el paso del tiempo, que siempre me recuerdan a mi vieja.
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