Un croissant con sabor a nostalgia

Un croissant con sabor a nostalgia

Fue un golpe, no dolió. Recuerdo que estaba leyendo cuando ella lanzó un pan tieso a mi cabeza.

«No me vas a ayudar,» dijo, «los productos de papá deben enviarse mañana».

Su padre era panadero, Melina y yo crecimos juntos; éramos vecinos. Ella, al ser hija única, ayudaba a su padre y atendía la panadería que con tanto esfuerzo fueron creando. Para mí, tenía una apariencia destacable en comparación con otras niñas que he conocido. La primera vez que la vi fue cuando su padre abrió por primera vez la panadería. Ella llevaba un vestido único: era blanco con flores amarillas; aquel vestido hacía juego con sus ojos cafés claros y cabello negro ondulado. Su piel blanca hacía juego con su vestido. Atendió a mi mamá. Tenía alrededor de 10 años. «Gracias por su compra,» dijo con una sonrisa. Ella, Melina, siempre fue una niña tierna. Sin embargo, en la adolescencia se volvió más rebelde. Siempre fuimos amigos, pero yo quería algo más. Siempre después de clases me acompañaba a mi casa a dejar la maleta y la acompañaba. Ella ayudaba con la mezcla y en ocasiones me explicaba cómo preparaban los panes. Explicaba que a muchos les gustaba el pan de trigo, pero yo sentía una extraña fascinación por el pan de centeno. Yo llegaba a su casa y, como su padre se encontraba dejando pedidos y su madre se encargaba de la venta, yo en secreto la ayudaba a amasar el pan. En recompensa, ella me preparaba un croissant. Era un croissant de almendras, pero era diferente a la receta tradicional. Ella siempre fue ingeniosa, así que le agregaba canela en polvo, chispas de chocolate y esencia de vainilla. Siempre decía: «Este es solo para ti.» Después procedíamos a hacer trabajos.

Una tarde común de verano; me confesé. Le dije: «Deberíamos tener una cita, creo que es bastante notable mis sentimientos.» A lo que respondió: «Siempre lo supe, pero esperé que tuvieras la valentía de hacerlo.» Esa vez nos besamos. Es extraño cuando un segundo se parece a una eternidad, como si el tiempo hiciera un trato con la vida deteniendo esos instantes, como un cuadro después de pintar. El tiempo después de esa tarde transcurrió como transcurre para cualquier persona. Fue cuando terminamos el bachillerato que todo cambió. Su padre cayó en un bajón económico; sin embargo, una oportunidad llegó a su puerta. Un viejo cliente los llamó para un pedido y una propuesta que lo ayudaría a levantar su economía, pero debían radicarse en otra ciudad. Por lo tanto, debían marcharse. Melina no quería decirme, pero esa tarde mientras leía me lanzó un pan viejo, que vendía a un cliente que tenía un criadero de cerdos. Ella, al lanzar el pan, dijo:

«No me vas a ayudar, los productos de papá deben enviarse mañana».

Le devolví una sonrisa y dije: «Claro que sí.» Me levanté y ayudé a empacar los panes del pedido. Ella se quedó mirándome y dijo:

«Tengo que decirte algo y tal vez no te va a gustar».

«¿Qué es, Melina?» pregunté.

«Primero empacamos y después vamos por un café», dijo.

Al terminar, dimos un paso como acostumbrábamos y bajo un árbol me explicó su situación. Reconozco que mi reacción no fue la mejor, pero después lo entendí. Es difícil tratar de controlar lo que no está bajo nuestro control. Yo quería que no se fuera, pero lo más coherente era aceptarlo de la mejor manera.

Cuando nos graduamos, tomamos caminos diferentes. Y aunque no tengo recuerdos en fotos y cartas porque nunca lo consideramos necesario, ya que éramos vecinos, la recuerdo con nostalgia cada vez que tomo un café acompañado de un croissant de almendras. Aunque debo sincerarme, nunca he probado uno mejor que el que ella me preparaba y no creo que vaya a existir, a pesar de que les dijera la receta. Ya que lo que lo hacía especial era quien lo preparaba para mí. Aun después de 6 años, lo recuerdo como ayer. Y aunque sin éxito, intentó recrear la sensación al morder un croissant de almendras, queriendo volver al pasado.

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