Fuiste tú quien me habló de èl. 
Antes, nuestra relación era perfecta. Tú y yo nos bastàbamos. Con tan solo mirarnos nos complementábamos, ahora ya nada es igual. 

Tomados de la mano mirábamos al horizonte, y nuestro amor, al igual que él, parecía no tener límite. 
—Amor, ¿me prometes que si algún día yo …?

—Shhhh — dije,   mientras colocaba mi dedo índice sobre sus dulces labios, tratando de evitar, con esto, que una sola palabra escapara de su boca. 

>>Eso no… nunca. Ni lo pienses, pues podrías invocarlo y atraerlo. 

—Pero…

—Mira la silueta de la luna reflejándose en la taza de café. ¿A poco no es hermosa?

—Sí, tienes razón. 
—¿Recuerdas el día que nos conocimos? Ambos éramos unos chavales: tú de quince, yo recién entrando a los diez y seis. Te encontrabas  parada frente a la vitrina de la vieja panadería del barrio, esperando que saliera del horno la primera bandeja de pan. Cuando te ví, algo en mi interior se movió. De inmediato supe que eran aquellas mariposas en el estómago de las que hablaban mis amigos cuando veían pasar, frente a la puerta del aula de nuestra escuela, a la dulce Poli que, con su rubio cabello, del cual emanaban las estrellas que iluminaban el firmamento, nos hechizaba a cada uno de nosotros. Debo confesarte que yo nunca había experimentado eso de las mariposas… hasta que te vi por primera vez. 

>>Qué rico huele, ¿verdad? —Te dije,  tratando de romper el hielo y mantener  una conversación. 
—¿En verdad? No lo había notado. Yo solo vengo a verlo salir del horno. Me gusta fantasear asignando a cada pan un nombre de acuerdo con lo primero que se me viene a la cabeza cuando lo veo—Mentiste. 

Supe, de inmediato, que debías conformarte con su aroma, pues no tenías lo suficiente para comprarte uno. 

Entonces me propuse que haría lo necesario para que fuera yo quien te diera a probar el primer pan de dulce. 

Tres días tardé en juntar las monedas necesarias para pagarlo. Esa mañana llegué antes que tú. 

—Hola, —te dije—, llegas justo a tiempo para ver la salida de la primera charola.
—Mira ese pan, parecen los cuernos de un toro. Vamos a llamarlo  ”cuernito”.— contestaste. 
—Espérame aquí un momento, no te vayas a ir —te dije, sonando casi como una orden. 

Metí mi mano a la bolsa del pantalón y saqué las monedas que ahí llevaba, como si se tratara de un gran tesoro. Entré al negocio y, colocándolas sobre el mostrador, le dije al panadero:

—Buenos días. Quiero uno de esos panes, por favor —señalándolo con mi dedo índice. 
—¿Te refieres a un “croissant”, —me dijo. 
Asentí con un movimiento de cabeza. Ese día aprendí cuál era su nombre, aunque para nosotros seguiría siendo un “cuernito”. 
Tomó unas pinzas y lo colocó sobre un papel de estraza. Sin dar tiempo a que se enfriara lo suficiente ni mucho menos que lo envolviera, lo tomé y salí corriendo con él, como si fuera un ladrón con su preciado botín. 
—Toma, —te dije—. Es para ti. 
Te sonrojaste y solo dijiste:

—Pero…

—Pero nada, —respondí al momento, colocándolo sobre una de tus manos—. Solo ten cuidado porque aún está caliente. 
—Te propongo algo —dijiste—. ¿Que te parece si lo compartimos? Son dos “cuernos”. Comamos uno cada quien. 
Así lo hicimos. 
Esa fue la primera vez que compartimos algo. A partir de entonces, cada vez que podíamos comprábamos unos “cuernitos”.

El tiempo pasó y un día decidimos unir nuestras vidas. Nunca olvidamos la costumbre de compartir un pan por las mañanas, probamos, así,  todo tipo de pan, aunque el  “cuernito” nunca dejó de ser nuestro preferido. 
Cuando nos molestábamos por algo, como es común que suceda a todas las parejas, ese día compartíamos un “cuernito” y, como por arte de magia, una pícara sonrisa aparecía en nuestros  rostros. 

Un día, el viejo panadero falleció, y como nunca tuvo familia alguna, la panadería cerró sus puertas. 
Sin resignarnos a quedarnos sin nuestro “pan reconciliador”, nos dimos a la tarea de buscar otra panadería a dónde surtirnos de èl. 
Fue, entonces, que localizamos una pastelería francesa cerca de nuestra casa y, a partir de entonces nuestro “cuernito” pasó a recuperar su verdadero nombre: “croissant”.

Nunca pudimos formar una familia, pues el cielo no nos concedió tener hijos. En realidad no los necesitamos,  pues nos bastaba con tenernos uno al  otro. 

Puedo decir que me siento una persona muy afortunada, pues viví con mi esposa casi medio siglo, durante el cual pasábamos las tardes sentados en nuestra casa saboreando una buena taza de café acompañada de una pieza de pan dulce. Evitábamos comer “croissants”, reservándolos para los momentos cuando nuestra relación sufría un descalabro, pero con la edad esto sucedía cada vez menos, pues aprendimos que la tolerancia es la base de una buena convivencia. 

Hoy en día, que ella ya no está, el olor a pan recién horneado lo he sustituido por el petricor, y la dulce sonrisa de mi amada, por la luminiscencia de las estrellas que me acompaña cada noche. 

Ocasionalmente,  una lágrima solitaria recorre mi mejilla al recordarla, pero entonces reafirmo que no debo entristecerme por lo que pasó, sino alegrarme y dar gracias por haberlo vivido. 

Espero, algún día, poder saborear un buen “croissant” sin que esto me traiga a la memoria tristes recuerdos; solo gratos momentos. 

–FIN–

Votación a partir del 02/09

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS