Mi abuela amasaba un pan recio,

enorme, unas hogazas oscuras y densas,

que llevaba al horno comunal de leña.

El primer día estaba delicioso.

Los demás días (desmitificando un poco) estaba correoso,

y ninguno de los nietos queríamos ya comerlo.


                                                        PAN

Girando la cabeza a derecha e izquierda para comprobar si alguien le veía, el hombre embutió algo en el bolsillo interior de su raído abrigo de color indefinido, lastrado por el peso de años sin ver un cepillo y menos aún el agua y el jabón, rígido por los embates de frío, hielo y lluvia en sus largas noches de intemperie, y demasiado grande para su cuerpo debilitado por todo tipo de escaseces y abstinencias.

Alargó el paso hasta donde le permitían la flojedad de sus piernas y el dolor de espalda nacido en el frío suelo de la calle y agudizado por la edad con su cohorte de artritis, artrosis y reúmas en todas sus acepciones.

Atravesó el puente que unía (¿o separaba, tal vez?) los dos barrios más antagónicos de la ciudad: el de una clase acomodada con sus villas y adosados cuyas piscinas se encontraban todas en el jardín trasero, por privacidad, claro está, pero también para que a alguien no fuese a darle tantas ganas de un chapuzón como para atreverse a saltar el muro y mancillar el agua cristalina con quién sabe qué microbios, bacterias o microorganismos, y en el lado opuesto el barrio obrero más combativo, no ya de la ciudad, sino podría decirse de buena parte del país: allí se cocían las luchas y protestas más enconadas contra una explotación cada vez más desaforada por parte de las voraces empresas, contra el deterioro de las infraestructuras básicas para la vida ciudadana, contra la degradación galopante de los servicios públicos, contra la gentrificación que pretendía tirar bloques enteros de casas modestas para ir echando del barrio a sus veteranos habitantes y colonizar ese espacio con viviendas de lujo que permitirían a los especuladores obtener un descomunal beneficio ofreciéndolo a turistas y viajeros acaudalados.

El hombre se adentró por una calle estrecha y oscura donde varios perros callejeros se acercaron a olfatearle y se le enredaron entre las piernas con esperanzas de recibir alguna migaja, pero también una fugaz caricia, que no sólo de pan vive el perro… si no le doliese tanto la espalda, se agacharía y pasaría la mano por sus lomos: ha visto en otras ocasiones el agradecimiento en sus ojos, la agitación de sus colas pese al hambre pertinaz, los lametones en sus manos cuando aún no estaban tan surcadas por un mapa de venas ilegible, ni agrietadas por la falta de agua y de cuidados…

A esa hora temprana no circula todavía nadie por ese barrio donde la tasa de paro es tan elevada que son escasísimos aquellos que se ven obligados a madrugar para acudir a un hipotético puesto de trabajo…

Pasa por delante del cierre echado y las paredes descascarilladas de la antigua panadería del barrio: no puede evitar recordar el aroma irresistible del pan recién sacado del horno, esas bocanadas de felicidad pura que alimentaban casi tanto como la propia miga del maravilloso alimento. Su boca segrega saliva al recuerdo de aquella corteza dorada y crujiente, que había que oler antes de echársela a la boca, como un buen vino… la panadería fue la última en sucumbir entre todas las pequeñas tiendas del barrio, asfixiadas por la omnipresencia de las grandes superficies y derrotadas por sus precios abaratados a base de materia prima cada vez más deleznable y procesos de elaboración cada vez más repugnantes.

Finalmente divisa la meta de su caminata: una antigua fábrica semiderruida que domina una pequeña colina de matojos y escombros casi mimetizados ya con la tierra áspera y seca de un amplio descampado, más lúgubre que el más lúgubre de los terrenos ideados por los autores de ciencia ficción en sus distópicos relatos.

Una brecha en uno de los muros le permite refugiarse allí en las noches demasiado frías o de lluvia intensa, pero por lo general prefiere dormir a la intemperie, donde no tiene que soportar los olores a orines y deyecciones de todos los que se alivian allí, sin tener la delicadeza de los felinos que entierran sus excrementos: ¡cuánto tendrían que aprender muchos humanos de los que tan erróneamente consideran “animales inferiores”!

Un tímido sol empieza a desgarrar las nubes de la madrugada y el hombre busca asiento contra uno de los muros que le permitirá apoyar su espalda dolorida: desde allí verá elevarse lentamente el globo solar, revelando una parte de la ciudad donde nunca se ha aventurado: sus rascacielos parecen demasiado de otro mundo, imagina a seres humanos afanándose tras la inmensas cristaleras de las numerosas torres y no se siente parte de esa humanidad: hace tiempo que él ya sólo concentra sus afanes en la estricta supervivencia, alimentándose de despojos encontrados en los contenedores de basura o de restos hallados al azar de sus lentas peregrinaciones.

Cuando ha descansado de su caminata apresurada, abre el harapiento gabán y de su bolsillo interno extrae el tesoro que esa mañana ha conseguido arrebatar sin que lo viesen de la mesa vacía de una terraza: es un trozo de pan dorado, con una miga blanca y esponjosa, que no ha perdido aún del todo su olor a recién hecho: lo huele con reverencia, lo gira tiernamente entre sus rugosas manos, y a falta de dientes, se dispone a masticar entre sus encías con una delectación inenarrable aquel pan que no le estaba destinado, como si se tratase del último alimento que fuese a ingerir en los tal vez escasos días que le queden de vida.

La Plana, 29/06/24

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