En la hora de la siesta, solo se oía el chirrido monótono y lejano de las cigarras. Camino de la Andalucía va nuestro caballero, cansado y hambriento. Pasada la hora de los grandes calores, llega presto a la venta de Palomeque, situada por esos derroteros que atraviesan los campos de La Mancha.
Delante de la venta está un zagal, algo descosido en el vestir, con los calzones sucios y una camisa deshilachada; requemado de sol y con las manos no muy limpias. Al ver acercarse al caballero en su cabalgadura, se dirige hacia él y le dice:
—Entrad, caballero, aquesta venta donde recibirá todas las atenciones que requiera vuestra merced.
—Pláceme, muchacho. Andad y abrid la puerta, que llego con los huesos molidos, acalorado y sucio de polvo del camino —dijo con cansancio don Miguel.
—Ahora mesmo. Aquí llega mi amo para atenderle como merece su excelencia.
—Venga en buena hora, caballero. Pasad a mi casa y mandad lo que guste vuesa merced, que aquí hallaréis de todo —dijo el ventero entre zalemas y reverencias, que los de su oficio usan con los huéspedes respetables.
—Una buena comida y un aposento, con eso me daré por satisfecho.
—Tendréis todo lo que gustéis, y un cuarto donde podréis descansar sin molestia alguna.
—Con sábanas limpias y un poco de agua con la que refrescarme sería suficiente. Ahora llevaré el caballo al establo.
—No se moleste. Eso puede hacerlo mi zagal —ofreció el ventero—. ¡Ven aquí, zascandil, y apiensa al ruano! —ordenó en voz alta para que le oyera el recién llegado—. Que no le falte heno, alfalfa y un buen pasto de hierba timotea.
—Ahora mesmo —respondió el muchacho mientras se apresuraba a recoger las riendas del rocín.
—¿Cuál es su gracia, caballero? —preguntó el ventero— para dirigirme a vuestra merced con la atención que requiere un empleado de nuestra majestad.
—Mi nombre es Miguel de Cervantes, para servir a Dios y a usted.
—Yo soy Juan Palomeque, para servirle —dijo con adulación, doblando el espinazo.
Don Miguel se dirigió a su cuarto. Después de despojarse del jubón, se limpió el rostro y otras partes del cuerpo en una jofaina con agua fresca.
Hasta el aposento de Cervantes llegaban las voces y los canturreos de borrachos, y las bromas soeces que entre la gente baja se usan. Con curiosidad, se acercó para ver y oír el alboroto provocado por una riña.
—¡Maldito bribón! ¡Malparío! ¿Dónde está el vino que pedí? —gritaba un jayán malencarado.
—En su vientre está todo el tinto de Navalcarnero —contestó el muchacho con intención y fingida sorpresa ante tal pregunta.
—¿Osas llamarme carnero? —dijo ofendido aquel hombretón—. ¡Ven aquí, bellaco! —berreó amenazante con media lengua de beodo.
—¿Para qué, señor?; desde esta distancia veo muy bien la cornamenta.
—¡Pardiez, hijo de mil putas!… —exclamó agarrando un cuchillo que había sobre la mesa—. ¡Ven acá! ¡No huyas! —chilló tambaleándose; apenas se le veía el cogote, tan hinchado que estaba—. ¡Rufián malnacido! —bramó, echando espumajos por la boca mientras sus brazos buscaban alcanzarle con el hierro afilado.
Entonces Maritornes, una moza llena de carnes, mal mirada de un ojo y bajita de pies a cabeza, acercose en defensa del zagal, propinándole al robusto jayán un golpe en la cabeza con una hogaza de pan de dos libras.
—¡Ay, mí madre! ¡¿Qué has hecho hija mía?! —se alarmó el posadero al ver la sangre que le manaba por la frente, con el sentido perdido y tumbado en el suelo—. Ayúdame a vendarle antes de que la sangre se le vacíe por la herida —ordenó con urgencia el ventero a Maritornes.
—Y tú, botarate, llevémoslo a su aposento. —Así lo hicieron; arrastráronlo entre los dos, dejándolo tumbado en el catre.
Entre las sombras y a la luz del candil, don Miguel escribía en unos pliegos. Desde allí, oyó a Juan Palomeque llamar a voces a su hija. Maritornes le respondió a gritos que no podía acudir a sus ruegos y que tenía brumadas las costillas de tanto trabajo.
—Ven a servir, que es la hora del almuerzo. Ofrécele a aquel caballero del rincón una comida sustanciosa con buen pan, que es lo que más se aprecia.
—El pan es un alimento que no ha de faltar en mesa alguna, padre. Y dizque es comida humilde… ¡Si basta solo con pan para no morir de hambre! Con pan desmenuzado se hacen las migas. ¿Hay mayor sencillez para taponar el hambre? Además, las migas con tropezones alegran los corazones.
—Nunca dejarás de sorprenderme con tus chanzas, hija mía. Anda, ve a servirle.
Maritornes se dirigió hacia donde se encontraba nuestro caballero, en un rincón y apenas visible.
—Aquí tiene una hogaza de pan calentito. Pero nunca lo coloque boca abajo en la mesa, ni lo deje caer al suelo. Dizque trae mala suerte. Si el pan cae al suelo, debe besarlo porque es bendito y hacer tres cruces para alejar las desgracias —dijo Maritornes.
—Muy cierto eso que dices. Besar el pan atrae la buena suerte y complace a Dios —afirmó don Miguel. Y tomándola del brazo dijo zalamero y de buen humor:
—«Creedme, fermosa señora, que os podéis llamar venturosa por haber alojado en este vuestro castillo a mi persona».
—No entiendo las palabras que me dice vuestra excelencia —dijo bizqueando Maritornes.
—«Sólo os digo que tendré eternamente escrito en mi memoria el servicio que me habedes fecho para agradecéroslo mientras la vida me durase».
Al oír tales palabras, Maritornes quedose en confusión; las entendía como si hablara en griego. Ante semejante discurso, mirábale y admirábase, y parecíale que lo que deseaba el caballero era que refocilasen juntos. Entonces, le dio su palabra de que, durmiendo su padre, le iría a buscar para satisfacerle el gusto. Estas palabras dejaron a Cervantes con los ojos abiertos como liebre, temeroso de que cumpliera su promesa durante la nocturnidad del sueño.
Cuando la venta quedó en silencio y todos los huéspedes en sus aposentos, Maritornes quiso ir a darle gusto a nuestro caballero, pero con tan mala fortuna y suerte para don Miguel, que fue a parar a la habitación equivocada, llegando a la del avinado jayán, que aún pacía dormido, herido y borracho sobre su cama. Maritornes, con sigilo y a tientas, se guio y, sin pensarlo dos veces, tumbose encima de él con calentura. Ante tan inesperado peso y toqueteos, el jayán se despertó refunfuñando por los efluvios de Baco, asustado y presto a dar un puñetazo para quitarse de encima lo que creía era un animal desconocido.
—¡Pardiez! ¿Qué cosa es esto que me toca en mis partes pudendas? ¡Fuera de aquí, bicho!
En su cuarto, don Miguel entreteníase en pensar sobre lo que algún día escribiría. Y después de mucho cavilar, sopló la luz del candil y presto se durmió. Hasta que por la mañana le despertó el chiflo de un afilador de cuchillos, sables y dagas que transitaba por el camino anunciando su oficio.
Temprano, desayunó pan tostado en la lumbre con el unto de la grasa de puerco y algún que otro torrezno. Tras satisfacer los pagos a Juan Palomeque, se despidió con buen ánimo.
Estaba fresca la mañana, y la pajarería, con sus trinos en la arboleda, alegraban el camino.
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