Donde las ofrendas yacen…

—Vamos viejito, ponte tú abrigo porque ya sabes que cada año llueve —Dice con suma ternura el joven a su abuelo.

—Voy hijo —Pronuncia el dulce anciano mientras termina de acomodarse aquel sombrero de palma que siempre lo ha caracterizado. Su nieto no posee recuerdos del abuelito sin él. 
—Súbete adelante —Dice el nieto —Este año vamos solos —Piensa en silencio mientras observa el lento ascenso del anciano al vehículo.

Veladoras…

—Cada año hay diseños nuevos —Expresa María con el asombro de los niños pequeños —O tal vez los olvido —Razona mientras mira detenidamente el papel picado multicolor.

Con suma delicadeza su madre acomoda la flor de muerto en aquella mesita iluminada por la danzante luz emitida por los pabilos humeantes antes de poner las imágenes religiosas. Toma un plato lleno de pan de Oaxaca, ese que tanto le gustaba al Tata, mientras el recuerdo le hace escurrir una lagrima de emoción y nostalgia.

Camposanto…

Esa noche, es la gran noche, que de gala cubre las tumbas, los mortales se mimetizan con los seres de las sombras vistiendo de negro y maquillando sus rostros, los sombreros anchos, los trajes de charro, los vestidos bordados y la paleta multicolor, del coral al turquesa, del púrpura al mostaza, que en pequeños destellos, tras el negro lienzo que representa la noche, adornada por pequeñas veladoras de flamas naranja, crea un universo donde la vida y la muerte confluyen de manera única, hermosa y trágica, dulce y amarga.

El paseo es largo, el nieto y su abuelo se apersonan frente a una tumba de losetas palo de rosa, el viejo solo agacha la cabeza y se quita el sombrero, el joven lo toma del hombro con firmeza y desvía la mirada, no es fácil ver al hombre más fuerte del mundo, ese que era imparable, y que soportaba cualquier trabajo, bajo el sol, la lluvia y el frío, quebrarse ante el recuerdo.

Por otra parte, Tata recibe las dulces ofrendas de calabaza, yuca y tecojotes que le han traído. Las mujeres ríen, pero también lloran, y aunque ausente, saben que no están solas.

Pan de yema…

El nieto, que heredó la misma alma errante del abuelo, se pierde por las calles de la ciudad, fascinado por los colores y olores, tiene como una especie de ritual personal, visitar distintas panaderías y disfrutar del sazón que cada artesano le pone al pan de muerto. Hojaldras de todo tipo, naranja, vainilla, anís, su favorita, nuez o rellenas. Las ama suaves y esponjosas, pero también crocantes y firmes. Y, en vida, cada noche le deja una al viejo cual ofrenda sobre la mesa, misma que el anciano devorará junto con un café bien dulce, el cual nunca termina y, cuando su nieto recoge la mesa, tiene que tirar.

Alguna vez, aquel joven, guarda y custodia del abuelo, probó el tradicional pan de yema oaxaqueño, su primer gesto fue de decepción, veía a tanta gente comerlo con encanto, pero a él no le gustó, al menos, no más que sus amadas hojaldras con anís estrella.

Desde ese momento lo tuvo claro, sería ese bicho raro que, siempre es mal visto por los demás, incluso tenido por clasista cuando, de manera amable, pero firme, se niega a comer uno de esos panes. Pero para él estaba bien, si ese es el precio de ser fiel a uno mismo, podría soportar las miradas acusatorias de aquellos a su alrededor.

Anís estrella…

—¡Que asco! —Dijo María en tono audible, todos en la oficina la escucharon. Sofi la miró mal, no se llevaban bien, y ahora mucho menos.

—¿Tiene algo de malo la hojaldra? —Preguntó su compañera mientras arqueaba aquella ceja maquillada.

—Para nada Sofi, solo que no me gusta el anís estrella, por alguna razón me da mucho asco.

—Al menos fuiste honesta —Dijo un compañero haciendo reír a los demás con el comentario y cambiando de tema la conversación.

María sabía que simplemente había algo en aquella especia que le desagradaba, de esas aversiones que uno solo tiene sin mayor explicación. Sin embargo, no estaba dispuesta a tener que cambiar quien es solo para agradarle a los demás, tal vez heriría algunas sensibilidades pero No es No.

Día de muertos…

El cielo gris que presagia la lluvia se vuelve a cernir sobre aquel pequeño valle rodeado por la majestuosidad de la sierra madre occidental y su más imponente visión, el Citlaltepetl. El nieto, ahora solo, coloca la negra bebida dentro del termo, mientras que con la otra mano lleva la llave del auto al bolsillo de la cazadora de cuero que, otrora, era el abrigo que el viejo siempre usaba para la lluvia, pero que ahora lo resguardará a él. Sube sus cosas y coloca en el asiento del copiloto una enorme hojaldra cubierta de azúcar y con sabor a anís estrella.

María, por su parte, termina de colocar el cempasúchil en la mesa, sirve chocolate muy caliente en un recipiente, y coloca, junto a la foto del Tata con una niña de rizados cabellos en sus brazos, un recipiente con el pan de yema que su familia tanto ha amado. Aún tiene el uniforme de la oficina, tuvo muy poco tiempo para cambiarse, pero no importa, para su cita de esa noche solo requiere de su presencia.

El joven coloca los enseres sobre la loseta palo de rosa y comienza a cortar la hojaldra de anís estrella. La chica por su parte, pasa cerca de él, ninguno nota al otro, hasta que ella se coloca casi enfrente, en una tumba sin motivos, relativamente fresca, un par de meses quizá, saca una bolsa con pan de yema y sirve dos tazas de chocolate caliente.

Él llora intentando ser fuerte como el viejo, pero se siente un niño perdido, ella, le platica a su mamá su día en la oficina mientras cada bocado del pan de yema la hace llorar. Por alguna razón los dos cruzan miradas y se saludan en un momento tan personal.

—Buenas noches —Dice ella —Que chico tan galante —Piensa.

— Buenas noches —Contesta él —Vaya que es bonita —Se dice.

Sin cavilar  de más, el nieto envuelve en una servilleta una enorme rebanada de hojaldra y se la ofrece a la extraña, ella responde el gesto de amabilidad acercándole la bolsa de pan de yema.

—¿Tiene anís? —Pregunta ella.

—Sí, ¿es pan de yema? —Responde y cuestiona él. 
—No me gusta —Responden casi al unísono, provocando que rían de forma inesperada.

Por educación, por respeto a los muertos y por amor a la vida cambian los ofrecimientos 

—¿Café? —Pregunta él, a lo que ella asiente con la cabeza y con una enorme sonrisa.

Y mientras él sirve una taza ella le ofrece chocolate. El joven agradece y chopea su hojaldra en el líquido antes de morderla, ella, por su parte, primero muerde su pan de yema y después le da un sorbo al café.

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