Estaba tumbada en la playa. Las suaves olas moldeaban la arena de forma sinuosa y yo me dejaba llevar por ese vaivén lento, constante. Ese rugir me adentraba cada vez más en mis pensamientos. Sin querer, dibujé dos corazones superpuestos en la arena, junto a mi toalla, casi de manera instintiva.
A veces, el pensamiento vuela tan lejos, que confundimos los sueños con la realidad, que nos transporta a un mundo aparentemente irreal y nos sumerge en un abismo del que no podemos salir. Es como una nostalgia que surge a borbotones y recorre nuestro ser.
Mil recuerdos brotaron en mi mente, pensando en aquellos tiempos tan felices.
Rebobiné a ese pasado marcado por un beso de buenos días, que producía un caudal de sensaciones, que me llenaba de vitalidad, por esos abrazos que abrigan como la leña en las gélidas mañanas de invierno, con ese calor acogedor y perpetuo. Sus ojos azules, eran el espejo de su ser, soñador y chispeante. Y su sonrisa cálida infundía tal tranquilidad, que siempre quería que esos momentos no se acabaran.
Aún recuerdo cuando le conocí anteriormente en la panadería del pueblo, a los dieciocho, esa edad que parece emanar libertad y ansias por crecer, por llegar a un mundo de adultos aún desconocido. Amasábamos en la madrugada, junto a Carmen, la panadera, y compartíamos buenos momentos entre charlas y risas. No olvidaré el día de nuestro primer aniversario de novios en el que me regaló ese colgante de corazones entrelazados.
El café de las siete de la mañana era el mejor momento, acompañado de unas ensaimadas, con el pan recién salido del horno, con ese olor celestial que impregnaba cada rincón, infundiendo alegría y buen humor. Era un momento mágico, como un viaje a otra dimensión, lleno de gozo.
Tras dos años juntos en la panadería, nos casamos y compramos una casita en Málaga. Su trabajo en la asesoría le absorbía y yo al volver de las clases en el colegio, solo añoraba su presencia.
El tiempo pasó y todo principio tiene un final y lo inevitable sucedió, como un torrente que arremete con fuerza.
—Lidia, tengo que decirte algo—me dijo una tarde tras llegar a casa del trabajo.
Yo presentí lo peor, pues últimamente se mostraba frío y huidizo.
—Creo que debemos dejar la relación. No es que haya otra ni nada de eso…es que tengo mis dudas y creo que la relación no funciona.
Me eché a llorar, sin saber que decir y la convivencia de diez años de vida en común se desplomó en un momento.
Nuestras vidas se separaron y el pasado pasó a la historia, a esa de una novela triste, que nos deja un sabor amargo.
Llevamos sin vernos tres años, tres malditos años invadidos por la nostalgia, por un halo de incertidumbre que me llena de inquietud.
Pero la esperanza es lo último que se pierde y me adentro en los vértices del tiempo, esperando un nuevo encuentro.
El sol, en la playa, era abrasador y decidí darme un baño. El agua salada me invadió y su frescor me llenó de energía. Decidí irme a casa caminando, desandando un camino que me atormentaba, como queriendo borrar mis huellas y empezar de nuevo. Pero en el fondo no podía. El pasado pesa como una losa y nos hunde todavía más.
Al llegar a casa fui directamente a mi habitación y saqué del joyero el colgante de corazones entrelazados que Héctor me regaló. Ahora nuestros corazones permanecían unidos, en sueños quizás, pero sentía su latido junto al mío. Lo notaba tan cerca que la felicidad me invadió por unos instantes, como antaño. Me tumbé en el sofá y me quedé dormida.
Los sueños son un nido de nuestro subconsciente que a veces nos hacen muy felices, pero otras, en cambio, nos producen desasosiego, miedo. Es nuestra preocupación la que se graba en los sueños y lo vemos tan real.
Por suerte, el descanso fue muy apacible. Aunque no recordaba mi sueño, me desperté muy relajada.
A la mañana siguiente fui a la cafetería de abajo, como de costumbre y pedí un café. Estaba leyendo el periódico y noté al lado la presencia de alguien. Alcé la vista y allí estaba él, con sus ojos azules cruzándose con los míos, produciendo un choque estelar que me causó un escalofrío. Y esa sonrisa, tranquila y acogedora que siempre me tuvo enamorada. No podía articular palabra presa de la emoción que recorría mis adentros. Y yo seguía mirándolo, como si el mundo se hubiera detenido y pasado y presente estuvieran en conjunción, produciendo una explosión de sentimientos.
Advertí que llevaba una bolsa de papel con algo en su interior y al momento percibí ese olor a pan recién hecho.
Sí, el olor a pan, como entonces. Hace tanto tiempo de eso.
Entonces, como en un flash me vino a la mente el sueño de la noche anterior. Era justamente esa misma escena, Héctor y yo en la cafetería…
—Hola Lidia. Ha pasado mucho tiempo. ¿Cómo estás?—dijo mirándome fijamente.
—Hola Héctor. Qué casualidad verte por aquí—sentí un fogonazo en mi interior y las palabras se agolpaban en mi garganta.
— Perdona mi atrevimiento, pero me gustaría hablar contigo. Sé que tienes motivos para odiarme y mandarme a paseo, pero por favor, dame unos minutos.
Solo acerté a decir:
—Está bien, siéntate.
Y comenzamos una conversación con reproches por mi parte, con resentimiento…y mucho dolor. Y él con miedo, arrepentimiento y cierta esperanza, que yo notaba en sus palabras. Empecé a sopesar lo negativo y lo positivo. Recordé su apoyo cuando tuve un aborto hace cinco años. Sacó fuerzas de dónde no había y me consoló en mis peores días. Y cuando murió papá, sucedió lo mismo. Siempre trataba de ver el lado positivo de la vida, a pesar de que esta nos golpea continuamente, como el fuerte eco de un tambor. Aunque desde que nos separamos, tuve alguna relación corta, ninguna me llenó como lo hacía Héctor.
Por el contrario, sabía que este tenía enfados frecuentes, pero se le pasaban rápidamente y todo volvía a la normalidad, como el agua de un río que sigue su cauce tranquilo.
Creo que la balanza ya se inclinaba hacia un lado. Además no me imaginaba a otro hombre viéndome recién levantada, con el pelo despeinado y ojerosa. Mis dudas se disiparon, al final. Pensé que esta historia podría comenzar de nuevo. Seguía estando muy dolida, pero en el fondo lo quería y no lo había olvidado. No, no me imaginaba la vida sin él ¿Quién dijo que las segundas partes nunca fueron buenas? No lo creo.
Siempre había lugar para el perdón. Sí, al final le di otra oportunidad.
Y comenzamos a saborear esas ensaimadas y unas deliciosas tostas, con ese olor a pan recién hecho.
Como hacía mucho tiempo.
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