Ya son las cinco de la mañana, ¡arriba flojos!, entre sueños escucho la voz de mi madre, siempre pendiente de la hora que marca el reloj que cuelga en la pared; por un instante me resisto y me doy un par de vueltas sobre la cama tibia, aunque me pesa, llegó el momento de levantarse. vestirme y correr al baño antes de que alguno de mis hermanos se adelante; es el inconveniente de contar con un solo baño para todos, frente al espejo veo el gallo en mi melena causado por el almohadazo, que logro amansar con abundante agua y otro remojo disimula un poco mi cara de adormilado.
El trayecto a la universidad me llevaba poco más de hora y media de camino con varios transbordos; mi primera clase era a las siete de la mañana con diez minutos de tolerancia, si por suerte el maestro en turno era condescendiente o estaba de buenas, así que el tiempo justo para desayunar sería de unos veinte minutos a lo más, y salir corriendo para abordar uno de los camiones urbanos para llegar a mi destino, si me retrasaba un poco en salir, el transporte estaría hasta el tope de trabajadores o de estudiantes y no podría darme el lujo de esperar otro menos lleno, pues nunca llegaría así que la única alternativa era pescarme como pudiera, aunque fuera medio colgado con un pie en el estribo y el otro en el aire, agarrado de cualquier tubo con una mano y con la otra aprisionar el portafolios o mis cuadernos. Aun en esa condición de alto riesgo, el chofer no perdonaba.
— EL DEL ESTRIBO, ¡CÁIGALE CON SU PASAJE! —Gritaba en cuanto me subía.
Cuando iba colgado de la puerta trasera y no tenía el importe exacto, pasaba el billete o moneda de mayor monto al costo del pasaje y mi dinero recorría de mano en mano de los pasajeros todo el camión hasta el chofer y el excedente regresaba por el mismo camino hasta mis manos, no dejaba de existir cierta zozobra de que fuera a perderse en ese trayecto y ni a quien reclamar; pero eso nunca ocurrió.
Pero regresemos a esos veinte minutos menos ajetreados del inicio del día.
La mesa ya estaba lista, mi madre siempre ha insistido que el desayuno es la comida más importante del día, al centro de la mesa un platón de fruta de temporada, la jarra de jugo recién exprimido, gelatina de limón de verde esmeralda, el café con leche que libera un hilo de vapor que se pierde en lo alto, la azucarera de cristal resguarda de las hormigas a los terrones de azúcar morena que endulzan mi paladar amargo.
—¿Qué prefieres: espinazo de cerdo con verdolagas o bistec a la mexicana? —mi madre preguntaba. Cuál si fuera fonda, siempre prepara cuando menos dos guisados a escoger, acompañados de Frijoles refritos con totopos y queso rallado, o ensalada; bien sabía que regresaríamos a casa hasta llegada la noche y soló Dios, si probábamos bocado el resto del día.
Al verla venir charola en mano con el pan recién horneado, me pregunto: ¿A qué hora de la madrugada habrá amasado ese pan? Antes de llegar la charola a la mesa, pesco uno de ellos como si presintiera que un día ya no los tendré a la mano, entrecierro los ojos al saborear esa delicia de textura suave y cálida, al abrirlos, la figura de mi madre se desvanece por segundos y de pronto vuelve a aparecer con esa eterna sonrisa que ilumina la casa.
La veo con un mandil de girasoles y sus manos regordetas amasan y amasan sobre una tabla espolvoreada con harina, y cuál si fuera panadero experto o tuviera un molde en sus manos, le da forma a esa masa y coloca en orden escrupuloso, uno a uno en la charola, para que el horno desparrame por toda la casa ese exquisito aroma que tiene el pan al ser horneado; yo me encuentro en un extremo de la mesa, atento sin perder detalle; tengo apenas ocho años, me interesa la preparación en sí, pero quiero ser el primero que tome esas delicias, aunque mi madre me limite a esperar a que el pan enfríe un poco.
Decía la abuela que un trozo de pan mitiga el hambre o alivia el susto, pero para mí, cada pieza de pan encierra un recuerdo o un significado: el pan de casa es mi niñez, los pastes y empanadas, la herencia del origen de mi familia materna, el pay, es la dulzura empezando por la confección de las mermeladas y ese olor a dulce que suelta la olla con el hervor de la fruta, los buñuelos de viento me divierte ver como burbujea el aceite hirviendo y desprende el buñuelo de su molde, un puñado de servilletas de papel eliminan el exceso de grasa y me encargo de espolvorearlos con azúcar y canela, y los buñuelos de manteca bañados con miel de piloncillo, no serían lo mismo sino, te chupas los dedos, pues es inevitable que la miel escurra. Es más, hasta la memoria olfativa, cómo no recordar cuando acompañaba a mi novia de la adolescencia a comprar el pan y pacientemente esperábamos en la panadería la salida del horno; aspiraba hondo para deleitar el olfato con el aroma que ahora evoca mi incipiente experiencia de aquel romance.
En fin, cada quien tendrá sus preferencias, pero para mí siempre ocupara un lugar muy especial el pastel cumpleañero, sobre todo el de betún de chocolate amargo, que año con año me hace sentir querido.
La imagen de mi madre parecerá desvanecerse una y otra vez, pero resurgirá al disfrutar del pan con sabor casero y me trastocará para transportarme de vuelta a su lado, acurrucado entre su sonrisa y el pan recién horneado que de madrugada amasa.
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