Con mis ropas roídas por el tiempo y mi estómago exclamando penurias
a languideces, me disponía a transitar sin piernas por la calle principal de la
ciudad, en búsqueda de un sitio concurrido donde mendigar.
El hecho de haber perdido las piernas en aquel accidente y
mi deteriorada osamenta me impedían apurar mis pasos. He de tratar de ubicarme
al menos a dos cuadras de distancia de otro mendigo, que con un aspecto más
digno que el mío, era habitué de la avenida. Su canasta se iba rebosante de
panes y confituras dulces de todo tipo, vivido ejemplo de la caridad humana que
aumentaba mi envidia y mi hambre, llevándolas a extremos insoportables. Después
de haber escogido mi sitio, me tendí en la vereda con mi letrero que detallaba
el accidente donde perdí mi familia, mis piernas y mi dignidad.
Al final del día, solía volver con mi canasta vacía y mi
alma llena de recelosa hambruna al observar la canasta repleta de mi dichoso y
desgraciado competidor de náuseas.
Evidentemente y a pesar de… Dios demostraba estar de su
lado, sumando la caridad del barrio entero, llenando su canasta de panes y azúcares.
Un día me detuve frente a él y decidí sacarme la curiosidad, sobre sus «éxitos”,
preguntándole:
-¿Eres un hombre de fe? -Le pregunte con viva curiosidad.
-No que va, Dios continúa ignorándome, ja, ja, ja.-Me respondió
a carcajadas.
– ¿A que le atribuyes el terminar el día con tu canasta
llena de pan mientras yo muero de hambre, cuando estamos a tan solo metros de
distancia, en igualdad de condiciones? -Lo volví a indagar, en un tono de vos
mas elevado.
– Yo conozco al ser humano, esa es la diferencia. Mientras
en tu cartel se cagan, el mío les aumenta el morbo, ja, ja, ja. -Me espeto de
manera contundente.
Dirigí mi vista a su cartel, para atónito leer la frase que
me llevo a comprender su panificado éxito y a entender un poco más a ese animal
dañino denominado ser
humano. “Soy diabético”, se podía leer a simple vista, en patéticas
letras rojas.
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