Aprendiz
Mamá enfrentaba la masa. Su ritual empezaba muy temprano limpiando la cocina, sacando los espíritus escondidos en ollas y sartenes. Se ponía su delantal blanco y una pañoleta floreada. Yo solía espiarla, me inquietaban los ruidos de trastos a la madrugada. Espolvoreaba harina sobre la mesa, disponía los recipientes con las pócimas necesarias, miraba al cielo y con sus menudos brazos acariciaba la mezcla sin cuerpo. Cada vez el golpe era más fuerte, amasaba como si fuera su última masa, la definitiva, la de la muerte o la de la vida. Agregaba una pizca de sal, una pizca de azúcar, un chorrito de aceite de oliva, y seguía dándole forma a esa bola de piel suave sin un solo quiebre. Se detenía a observarla introduciendo sus manos en el material de su escultura como si fuera arcilla lista para transformarse. Aún no estaba lista, la bola reposaba en el centro de la mesa. Mamá le daba la vuelta sentenciándola, la exorcizaba, la miraba fijamente, y la cubría con un velo. El último conjuro. Se quedaban las dos en silencio, recibiendo el sereno hasta el amanecer. La masa sentiría el fin de la noche y así desnuda dejaba que la tocara la primera luz del día. Luego venía el bautismo, se remojaba las manos en agua para asistir al nacimiento de su primer pan. Y le daba la última caricia para volver a estirarla y dividirla. Vestía la lata de mantequilla, y con tal delicadeza enfilaba los montoncitos de masa. Nos despertaba el olor del pan recién horneado. Ella ya había apartado tres amasijos ovalados con tres tazas de chocolate caliente. Un golpecito en la ventana le anunciaba que había llegado el primer comprador. Suspiraba empacando en la bolsa de papel el brillante y esponjoso fruto de sus manos. Sonreía al cliente, quien se llevaba al pecho la bolsa agradecida, pues era el pan del desayuno, el pan de la vida, del nuevo día. El olor cálido salía por la ventana alentando a los compradores. Entonces mamá supo que podría sobrevivir sola, que ya no lloraba por la angustia del mañana, qué daré de comer a mis hijos. Tenía fe que al día siguiente otro comprador tocaría la ventana y dejaría de extrañar al hombre que con otra mujer se fue.
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