En Hogazaraín se horneaba el pan más delicioso de todos los reinos conocidos, y para incrementar su fama, el monarca dictó una orden obligando a todos los recién nacidos de su territorio a llegar al mundo con una hogaza bajo el brazo. De no cumplir el mandato, la criatura desobediente sería exiliada o encerrada para siempre en las mazmorras.

Tras el horrible anuncio, las futuras madres aullaron como lobas heridas, pidiendo clemencia para sus cachorros; incluso hicieron el pino puente sobre el alféizar de las ventanas de palacio, mientras los padres tocaban el tambor vestidos de fallera mayor. Pero el rey era tremendamente testarudo y ninguno de estos entretenimientos le hizo cambiar de opinión.

Una vez en cinta, las madres se encomendaban a Satanás, porque los santos les daban cita para muy tarde, tenían muchas solicitudes pendientes de resolución y ellas no podían esperar tanto.

El caso es que por una u otra razón, desde aquel día, en Hogazaraín no hubo vagina alguna de parturienta por la que no se deslizara un recién nacido con su correspondiente pan. Por eso, cuando el retoño de la panadera vino al mundo mondo y lirondo, sin hogaza alguna que le acompañase, el reino entero se llevó las manos a la cabeza, ladrando como perros rabiosos. Aquel niño rebelde era, seguro, señal de mal augurio y futuras calamidades.

Mientras los moradores del reino maldecían su suerte, la panadera miraba a su criatura, enojada e incrédula: “Ya te vale, dejarme así en vergüenza delante de todos, precisamente tú, el hijo de la panadera, y llegas al mundo sin una triste hogaza. Claro, ¿total para qué?… si ya las hace tu madre. Y encima vienes sin avisar. Esto me pasa por no haber hecho reforma en la vagina; de haber tenido una puerta con mirilla, ya te digo yo que sin la hogaza no te habría dejado salir de ahí.”

Pero el niño rebelde ya había entrado en el mundo y la panadera no pensaba consentir que su hijo fuese exiliado ni metido en una mazmorra. Jugaba con una baza a su favor, era la mejor panadera que había tenido el reino y para ello no había más misterio que el de añadir a la masa 30 gramos de malta tostada y 20 gramos de miel, además de utilizar un molde de pulpa de madera donde la masa fermentaba sin pegarse. De esta manera se conseguía mantener intacta la forma del pan.  La panadera no pensaba revelar su toque personal así que amenazó al rey con marcharse llevando el arte de su pan a otro lugar si no le devolvía a su hijo. A los reyes no les gustan las amenazas porque no están acostumbrados, pero  temiendo no volver a probar el pan blanco más exquisito que había comido nunca y perder el prestigio del reino, decidió perdonar al hijo de la panadera.

Aquel suceso sirvió de advertencia a otras embarazadas que no tenían nada con lo que sobornar al rey. A partir de entonces, blindaron con puertas sus vaginas a fin de que las criaturas no apareciesen en casa sin  previo aviso. Con las medidas de seguridad evitaban también los robos porque a los ladrones cualquier cosa les viene bien, sobre todo en los reinos más pobres que, sin candelabros de oro en las iglesias ni museos donde robar cuadros de Goya o de Velázquez, se conformaban con el robo de vaginas. Tan pobres eran esos reinos que, por no tener, no tenían ni dinero para comprar una triste puerta blindada, por lo que las vaginas allí estaban totalmente desprotegidas y los niños sin pan salían de ellas como churros.

Tras las reformas vaginales, en Hogazaraín los recién nacidos llamaban previamente a la puerta para que sus madres les echasen antes un vistazo por la mirilla y dieran su aprobación para poder entrar al mundo sin castigo; por lo  general los hijos eran bastante obedientes y llegaban con su hogaza correspondiente. Las madres entonces, viendo que estaban a salvo, les abrían la puerta de su vagina con mucha ilusión, mostrándoles por primera vez a su padre que acudía también a recibirlo con tremenda curiosidad. Entre los dos le daban un pequeño azote en el «culete» para comprobar que, además de la hogaza, el niño venía provisto de lágrimas para el futuro. A continuación lo envolvían en una mantita y lo abrazaban con mucho amor y achuchones, llamándole Francisco José o María Antonia.

Por el contrario, si al tocar con los nudillos en la puerta la criatura aparecía sin pan alguno bajo el brazo, la madre se la cerraba de inmediato por rebelde. Daba lo mismo que el hijo le explicase que era una tontería tener que venir al mundo cargado con una hogaza solo porque el rey hubiese tenido ese capricho, que igual podría haber dicho un jamón o un kilo de ciruelas. Además, él aún no tenía dientes para probar nada y encima la hogaza pesaba casi tanto como él; aquella orden era un abuso de menores en toda regla. Pero daba igual la explicación de la criatura, porque en estos casos las madres tienen todo el poder sobre los hijos y si decían que el niño no salía de su vagina, no había nada más que argumentar.

Les cerraban la puerta, no sin antes hacerles entrega de un biberón con leche templada y una linterna; las vaginas son muy importantes pero de luminosas no tienen nada, y de todos es sabido que los niños, incluidos los rebeldes, suelen tener miedo a la oscuridad. Una vez resuelto el tema de la iluminación, los mantenían allí escondidos el tiempo que fuera necesario con tal de protegerlos del castigo real.

Los recién nacidos llamaban a la puerta cuando tocaba la toma del biberón o el cambio de pañal, no querían ensuciar el suelo de la vagina de la madre con sus «caquitas», más aún si tenían que vivir allí escondidos hasta que el rey cabezón se muriese o vete a saber por cuánto tiempo.

Pasaba el tiempo y los muchachos se aburrían muchísimo; las vaginas son muy necesarias, pero no están preparadas para que un hijo se te quede allí hasta su jubilación. Los gemelos eran los más afortunados, al menos podían jugar al veo veo o al dominó y así las horas pasaban más entretenidas.

Ya de mayores, como la orden seguía en vigor, continuaban atrincherados al amparo de sus madres. No pensaban retractarse ni volver al limbo, total por culpa de una hogaza de pan… Casi todos se hacían contorsionistas porque calzaban ya un 47 y el habitáculo les quedaba pequeño. Y como estar mano sobre mano todo el día era inaguantable, ocupaban el tiempo en hacer el servicio militar, porque aunque la rebeldía no soportaba a los sargentos, el aburrimiento era mucho peor que la milicia. Casarse no podían tampoco porque allí dentro estaban más solos que la una y además eran rebeldes por naturaleza que era lo mismo que decir soltero. Tal vez por eso se dedicaban a estudiar la carrera de médico o de abogada, porque la de rey no se podía estudiar. Así que el resto del tiempo lo empleaban en imaginar como sería el mundo de ahí fuera, con todas sus tonterías y alrededores.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS