Jamás había caminado tanto, jamás había cargado tanto a mi hermanito. Carreteras, caminos, llanos, lagunas, ríos, charcos. Mis zapatos y mi ropa no estaban ya en condiciones presentables para el día a día, mucho menos para aguantar un viaje de mil doscientos kilómetros. San Francisco del Oro ya no era aquel pueblo progresista que mi abuela me platicaba, ya no era ni pueblo en estos días. Un montón de casonas de adobe adornadas con laja y cantera, de aquel pueblo fundado por franciscanos y luego ocupado por franceses quedaban solo las ruinas abandonadas, iglesias olvidadas, caminos arenosos y lagunas secas.

Mi abuela, Doña Eloise Dubois, una vieja de noventa y dos años, muy blanca de ojos grandes de color azules, mentón marcado, nariz alargada, con un cuerpo fuerte pero encorvado por los años de trabajo, de joven debió superar el 1.70 de estatura ahora no alcanzaba el 1.50 Siempre dedicada a los oficios propios de la casa, experta cocinera y panadera, agricultora y mejor abuela del mundo.

Mi abuelo Don Pedro De La Peña, quinto hijo de una familia seminómada que pastoreaba cabras y vacas de las cuales se servían para el sustento de ejercer cómo gambusinos, oficio que por mucho fue más rentable que producir y vender quesos, mantequilla, crema y leche.  

De niños la abuela nos encantaba con su pan, inflado, dorado en su parte superior, olía a mantequilla horneada, esponjoso, un poco más grande que mi puño, perfecto para sujetarlo con mi mano. Lo aprendió a cocinar con su madre, receta que memorizo con el paso de los años. Yo lo rellenaba de panela o miel, nata de leche o incluso de jamón cómo lo hacía el abuelo. Para mi era el cielo cuando lo bañaba de mermelada de higo. Cómo me gustaría ser niño de nuevo. Recuerdo a la abuela enfrente del horno de leña atenta al cocimiento, comprimiendo con sus puños la masa, agregando la mantequilla que días antes habían hecho con la leche de vaca. Yo, que temprano recorría el gallinero recolectando los huevos para agregarlos a la harina cernida. La abuela amasaba esa bola con delicadeza. Luego ese olor que impregnaba la casa, la propiedad entera y que los vecinos se apuntaban a visitar a Doña Eloise por la tarde, sabedores de que ese café ofrecido por cortesía vendría acompañado de un pan que solo ella hacía y que gustosa compartía. 

Qué lejos quedaron esos días, que pasado tan hermoso, que presente tan pobre, y tan melancólico, recorriendo el camino para llegar al norte, abandonando todo para poder vivir, si… para poder vivir. Yo de diecisiete años, mi hermano de cinco, solos después de ser los sobrevivientes de una madre que murió joven, obligados a buscar sustento. La meta era cruzar la frontera hacía Estados Unidos, llegar a California y buscar trabajo cómo jornalero. Había propaganda en todos lados, mientras la población americana se enrolaba para la segunda guerra mundial existían programas de trabajo para quien pudiera llegar.

Era muy largo el viaje, agotados hacíamos pausas cada que hubiera un pueblo en el que me dieran trabajo y hospedaje, no más de tres días era la regla. Justo lo necesario para descansar y continuar. Mi hermano, quien demostró responsabilidad siendo un niño, no era un estorbo, al contrario, me llenaba de motivos para seguir adelante. No paraba de hablar e intentaba animarme para jugar, en ocasiones de su desgastada bolsa sacaba su mayor tesoro, tres canicas de vidrio que el abuelo me dio y que yo le regale. Hacíamos un hoyo en la tierra y cada quien con su canica intentaba meter la tercera. Las horas de la tarde volaban, otras tantas veces saltábamos la cuerda.

Tras varias semanas de camino llegamos a la frontera, un territorio árido, polvoriento, semidesértico, pegado a la costa, de clima cambiante. El rancho de la Tía Juana, un lugar en el que trabajar fue más fácil, gente amable que te empuja a seguir adelante. Los locales acostumbrados a tener viajeros de varias partes representaban una interesante mano de obra. Llegamos una tarde, cargábamos lo necesario, podríamos quedarnos en cualquier rincón.

Ese día nos ubicamos a un lado de un quiosco. Al poco tiempo llegó una pareja de ancianos, ambos no eran Mexicanos, supuse que eran chinos, pero no estaba seguro. Hablaban en voz baja, y el señor se giraba hacia su esposa para escucharla y contestarle.
– Busco trabajador para la cocina- dijo en voz vigorosa. –¿Puedes trabajar?
– Si, pero somos dos, mi hermano y yo, pero yo trabajo por ambos– Se volvieron para hablar.
Esa noche conseguimos hospedaje en un granero, y un vaso de leche con un pan.

Al siguiente día me presentaron las actividades, limpiar, lavar y sacudir la fonda en donde preparaban comida china para varios trabajadores que iban y venían todo el día. Trabajaba todo el día. A cambio, dos comidas al día, hospedaje en el granero y dos pesos, además mi hermano podía ayudar afuera de la fonda, claro sin pago.

Trabajar con los señores Fong fue lo mejor. Poco a poco nos ganamos su confianza, veía cómo cocinaban, el estricto manejo de la temperatura, la cocción, los ingredientes era algo que no descuidaban. Solo ellos podían cocinar, no permitían que nadie más siquiera lavara la verdura, y mucho menos que alguien recibiera la carne. Además de la comida hacían un pan, muy diferente al de la abuela, a base de trigo, azúcar, levadura, pero lo hacían al vapor y luego frito. Si bien era agradable y muy rico no podía compararse con aquel pan que devoraba de chico.

Lejos de considerar partir, estábamos asentados. Más de un mes con los Fong. Un Domingo temprano pedí permiso para hacer un pan, ese de la abuela, desconocía su nombre, pero creía poder hacerlo de tanto verla y ayudarle a juntar los ingredientes. Huevo, leche entera, sal, azúcar, mantequilla y un huevo batido con sal. La masa era la clave, paciencia y un amasado lento, suave, mimado hasta que poco a poco deje de ser pegajosa. ¿Tiempo de reposo? El ideal, volví por la tarde, mientras improvisaba un horno, una vez que vi que era similar al de mi abuela fui colocando en un molde pequeñas bolas de pan, las cuales cubro con el huevo batido. El horno estaba listo, metí dos moldes, esperé poco menos de media hora y con todo el temor de que se quemaran empezó aquel aroma familiar a surgir. Los Fong fueron los primeros en llegar, no los había escuchado hablar en un tono tan alto, sonreían. La señora agitaba sus manos y me dirigía varias palabras, no entendí una sola. Me sentí orgulloso.

El Lunes el señor Fong me recibió en la puerta, en ese momento me pidió cocinar para sus clientes el pan que había hecho el día anterior. A partir de ese momento se sirvió el pan de la abuela que mucho después supe por un viajero que le llamaban Brioche.

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