El primer verano de su jubilación Ignacio Pardo sintió que volvía a la vida. Como un olivo viejo adormecido tras un crudo invierno, quiso salir al mundo y al sol  y encadenar planes y sueños, sintiéndose de nuevo como un niño desenjaulado tras llegar las vacaciones escolares.

Aquella mañana de finales de junio el día era espléndido, con la largura que sólo tienen los días cercanos al solsticio de verano, cuando parece que la vida es una línea recta sin fin que nunca va a alcanzar el horizonte.

Caminaba por la senda del río a la sombra generosa de álamos y alisos, mientras en los árboles de la orilla, mirlos de agua y lúganos vigilaban sus pasos y otros pájaros que no conocía cruzaban como meteoritos un cielo, que de tan azul, no precisaba nada más para ser perfecto.

A pesar de ser consciente de todos los colores y sensaciones, Ignacio arrastraba mal humor desde que se había despertado. Por primera vez en años había salido de la casa familiar dando un  contundente portazo.

No fue hasta dos horas más tarde cuando ya había subido la colina que se dio cuenta de que, con las prisas, había dejado sobre la encimera de la cocina la bolsa de tela con el pan de centeno y trigo, la tortilla casera y el queso que pensaba comer a la hora del almuerzo, sentado con la espalda apoyada en un tronco de roble. Menos mal que llevaba la bota llena de vino de Toro, un vino castellano oscuro y con cuerpo, que no alimentaba tanto como la hogaza de pan, pero casi. 

Se acercaba a uno de los claros del bosque, limpio de arbustos y maleza, cuando vio que al lado de un tronco grueso de pino había algo inusual. A un metro de distancia, alineadas como centinelas, estaban dos desgastadas botas de monte sin dueño a la vista. Advirtió entonces que el pino derecho y alto como una cucaña, se balanceaba un poco a causa del peso de un cristiano que se hallaba en equilibrio en una de las ramas más gruesas.

Al lado de las botas, una mancha rojo sangre como la pincelada de un pintor sobre un exuberante fondo verde le hizo pensar en si el hombre encaramado habría sido victima de un animal salvaje y estaría herido, resistiendo en tan mala posición.

     —Eh, el de arriba, ¿necesita ayuda?

     —No, amigo. Estoy trabajando— respondió el hombre.

Mas intrigado aún Ignacio pensó que clase de trabajo podía ser el que el hombre estaba realizando a tal altura.

     —¿Es usted leñador? — le preguntó de nuevo.

     —No, señor. Soy pintor.

Cada vez más perplejo, Ignacio volvió a preguntar

     —¿Y qué es lo que pinta?

     —Pinto figuras en los troncos de los árboles— respondió el otro.

Ante tal respuesta Ignacio solo supo reaccionar de una forma.

     —El día está muy caluroso. ¿Porqué no baja a beber conmigo un trago de buen vino?

     —Con gusto— contestó enseguida el de arriba. Y se descolgó desde las alturas como un escalador con sus cuerdas.

El hombre era joven, de aspecto un tanto bohemio, con la ropa desgastada y manchada de pintura de colores, incluido el rojo chillón que Ignacio había confundido con sangre en el suelo.

     —León Márquez —se presentó el hombre tendiendo la mano derecha.

     —Ignacio Pardo—contestó el paseante extendiendo la suya.

Era casi mediodía. Una buena hora para sentarse sobre la hierba fresca a la orilla del río y comer un delicioso bocado que, desgraciadamente, Ignacio no tenía.

     —¿Ha almorzado usted? —preguntó el joven tras echar un trago largo y sediento a la bota de vino.

     —La verdad es que no—contestó Ignacio—Por primera vez en años me he dejado en casa el morral con la comida.

     —Entonces compartamos comida y bebida, si le parece—ofreció el pintor.

Se sentaron ambos al amparo de un frondoso roble y el joven pintor sacó de una desgastada mochila dos bollos preñaos (bollos rellenos con chorizo) y una hogaza de pan de masa madre entre cuyas migosas carnes se aposentaba, cortada en trozos, una esponjosa tortilla de patata.

Los dos comieron con hambre, manteniendo una fluida conversación sobre su vida e intereses, más animados a medida que la bota de vino de Toro se iba vaciando. Después el pintor sacó un termo con un café oscuro y aromático que acompañaron de un bizcocho con nueces que traía bien envuelto en un trozo de tela.

     —Mi mujer trabaja en un obrador de panadería —le contó el joven—Hace un pan y unos postres dignos de la mesa de un rey.
     —No me cabe ninguna duda—contestó Ignacio masajeándose la panza.

Recordó entonces lo enfadado que estaba por la mañana, precisamente porque su mujer no  había querido acompañarlo alegando que debía preparar la masa para hacer una empanada. Se arrepintió de su mal humor al pensar en lo crujiente y apetitosa que quedaba la corteza tras pasar por el horno. Lo delicioso que sabía todo cuando era el Hambre quién mandaba. Como devoraba un par de trozos en un santiamén, sin pararse a pensar en el esfuerzo de mezclar y amasar, en la espera paciente a que la mezcla fermentase y creciese hasta llegar a un resultado digno de los cinco sentidos.

     —Vamos a inmortalizar este encuentro—propuso el pintor.

Bajo la atenta mirada de Ignacio fue mezclando colores, aprovechando los recovecos y rugosidades de la corteza del roble, hasta que la improvisada pintura tomó forma. El resultado final mostraba dos hombres, uno joven y el otro casi anciano, compartiendo un yantar sencillo a la sombra junto al río, con  los pies cansados sumergidos en el agua y un cielo azul lejano y a la vez presente como telón de fondo.

Más tarde se despidieron como amigos, con el compromiso de visitar el obrador de pan uno, y la colección de minerales de Ignacio, el otro. Mientras les fue posible, ambos recorrieron a menudo la misma senda, el uno para pintar, el otro para admirar lo pintado. El bosque se llenó de colores, que atrajeron a otros excursionistas deseosos de fotografiarse junto a las pinturas y comer con apetito cualquier clase de pan con lo que sea, sentados bajo la amistosa sombra del gran roble, la imagen siempre presente de los dos amigos y la sencilla acogida de la Naturaleza.

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