Un fantasma en la cocina

Un fantasma en la cocina

Mario Ferreira

18/06/2024

—¡Es que le juro que vi salir un fantasma del horno, abuela! — El pequeño Andrés estaba blanco como un papel. Parecía que toda la sangre se le había escabullido hacia un lugar más seguro, quizás cerca de los pies renegridos de tanto trajinar la tierra, pero ágiles y listos para emprender una fuga en caso de ser necesario.

Doña Sinforosa sonreía y su boca mostraba sin vergüenzas unos pocos dientes amarillos y mochos.

—Así que un fantasma…mirá.

—Sí, no se ría abuelita. Era largo y flaco como un Tatadiós y tenía una cabeza muy grande y unos brazos que parecía que me iban a abrazar en cualquier momento. Por suerte fui más rápido que él y pude salir corriendo al patio.

—¿Y cómo sabés que era un fantasma? —sonrió la anciana divertida mientras se acomodaba el delantal a la cintura.

—Porque era como de humo, pero de humo blanco, como el que sale de las ramas de sauce cuando lo quemamos en la estufa, ¿entiende? Bien blanco y transparente. Fíjese que hasta se podía ver para el otro lado.

Doña Sinforosa meneó la cabeza. Siempre le asombraba la inocencia de los niños. Si tan solo quedara un poquito de ella en la gente, ¡qué distinto sería el mundo! Mientras Andrés seguía hablando, atropellando palabras, golpeándolas unas contra otras, juntó los cacharros que había sobre la mesa y limpió su superficie con un trapo limpio. La cocina, como en casi todas las casas rurales del país, era una construcción pequeña y sencilla, separada de las demás habitaciones, con paredes tiznadas y un olor eterno a hogar impregnado en el aire. Una caldera de edad indescifrable, dejaba borbotear paciente en su interior, el agua siempre lista para un mate. A su lado, majestuosa y un tanto presuntuosa, una enorme olla miraba por encima de sus asas al resto de los humildes enseres. Se sabía importante. En ella se cocían los guisos que la mujer iba imaginando cada día echando mano a lo que pudiera rescatar de su escasa quinta: un zapallo hoy, algunas zanahorias mañana, quizás algún boniato o papa cuando tocaba la estación. Todo, siempre y cuando las lluvias no se volvieran traicioneras y bien, faltaran a la cita o, por el contrario, se aquerenciaran en el pago por mucho tiempo.

Sin apuros ni relojes, corría la vida al ritmo que marcaban el estómago y la costumbre. La voz latosa y áspera de un locutor encajonado para siempre dentro de una pequeña radio a transistores, voceaba monótona las noticias de un lejano país que no era éste. Sinforosa hablaba con el aparato a falta de otra diversión y esperaba ansiosa el momento en que sabía, aparecería el sonido agudo de unas guitarras criollas tensando entre sus cuerdas zambas y chamarritas.

—¿Me está escuchando, abuela? —insistió Andrés tirando de la falda de la mujer.

—Sí, te escucho, claro. Pero si no me dejás cocinar, hoy te vas a quedar sin comer —lo amenazó sin convicción.

El niño se alejó hacia un rincón de la cocina,  se sentó en un taburete destartalado al que le faltaba la mitad del asiento de paja y se distrajo mirando a su abuela.

Sinforosa levantó con dificultad y puso sobre la mesa, una lata enorme que contenía la harina. Con el simulado descuido que da la experiencia, volcó la cantidad justa y formó una gran corona. Giró, y de la parte baja de la cocina a leña, extrajo una taza rebosante de espuma; aquella que la levadura, guarecida en la tibieza y la penumbra, le regalaba. Sus manos encallecidas, fueron mezclando y acariciando la mezcla a medida que agregaba un poco de agua tibia. De la radio emanó una milonga de esas de antaño y comenzó a tararear sin dejar de sobar, sintiendo que tanto afán y cariño empezaban a hacer efecto volviendo cada vez más suave la masa. Hasta que, por fin, redondeándola amorosamente, la cubrió con un repasador limpio para darle tiempo a que madurara y creciera antes de ofrecerle el calor del fuego.

Andrés se despabiló al sentir el aroma inconfundible. Miró hacia el horno y exclamó abriendo los ojos con asombro exagerado:

—¡Ahí está, abuela!, ¡ahí está el fantasma! ¿No lo ve?, justito a su lado.

Sinforosa rio.

—Ah, ¿era eso?

—¡Claro, un fantasma! No me diga que no lo ve.

La mujer abrió la puerta del horno, extrajo la asadera con cuidado y en un ritual de ofrenda, depositó sobre la mesa la horma de pan recién hecha.

—¿Sabés lo que viste, mi hijito? El alma del pan. Es un espíritu que, una vez que termina su trabajo, vuela hacia otra cocina, y así va, de cocina en cocina, dejando un poco de sí en cada una, pero siempre, joven y sabroso —. Y, abrazando a su nieto, lo invitó—: Vení, vamos a probarlo juntos a ver si tu fantasma hizo bien las cosas.

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