Además de no poder comer jamón ni costillitas de cerdo, entre otras torturas, los judíos deben comer matzá, que sabe horrible y carece de lo esencial: la miga.
En realidad, la miga es desechable, muchos la desechan, pero condiciona al pan y lo categoriza: dime cuánta miga tiene y cómo es, y te diré la calidad del pan que comes.
Mi papá se sentaba a la mesa, agarraba un pancito, le sacaba la miga, y comenzaba a juguetear con ella como si fuera plastilina. La abollaba con el pulgar, y le devolvía la forma sumando al juego el índice y el mayor. Y, en busca de la perfección, ayudándose con los mismos tres dedos de la otra mano. En algún momento, como un escultor que siente haber llegado a la cumbre de su intención artística, la dejaba a un costado y, si todavía no había llegado la comida, agarraba otra. Y, porqué no, podía hacerlo también entre plato y plato.
Cuando terminábamos de comer, cerca del lugar de mi papá, quedaban siempre para la posteridad, tres, cuatro y, a veces, hasta cinco de sus pequeñas obras.
Lamentablemente, no ha sido posible conservarlas. Varios son los motivos.
En primer lugar, porque cuando uno es pequeño no tiene conciencia de ciertas existencias, de lo que pueden llegar a representar con el tiempo y, fundamentalmente, porque el futuro no es ni siquiera un lejano horizonte.
Luego, porque para mi papá no eran piezas generadas con intención por un artista, sino una costumbre, un pasatiempo, un tic, carente absolutamente de todo significado.
Pero, y esta es la tercera razón, porque cuando mamá o alguien levantaba las cosas de la mesa, nadie reparaba en ellas, y volaban con destino incierto al ser sacudido el mantel.
Extraño a mi papá.
El pan, afortunadamente, me lo trae de vuelta cada día, cuando tras sentarme a la mesa, mecánicamente, sin motivo, como un impulso que no puedo controlar, le quito la miga y me pongo a juguetear con ella, sin prestar demasiada atención ni poner mucho empeño, como si fuera plastilina.
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