De pequeña, me separaba una pelotilla de masa cuando se ponía a hacer el pan. Subida en una diminuta silla de madera y enea, me permitía colocarme a pocos centímetros de su faldón. Me esforzaba en ser buena aprendiz, observándola de reojo e intentando imitar su gesto, admirada.
Mi gazmoño vestido de flores no tardaba en llenarse de harina. Sabía que, después, vendrían sus manos arrastrándose firmes sobre mi cuerpo, porque ¿cómo iba a andar así por la casa nada más comenzar el día? ¿Qué diría mi madre?
Cada amanecer de domingo la observaba por la rendija de la ventana de la alacena, escondida tras la cortina de lino finamente bordada y amarilleada por el tiempo que me hacía las veces de confidente y de pañuelo para los mocos. Y es que en aquellos tiempos, yo vivía envuelta en melancolía.
Antes de que asomara el sol, todavía de noche, prendía fuego en el viejo horno a los restos de la poda, apilados en haces bajo el almendro de detrás del riu rau, con el tamaño justo para entrar de una por la abertura en forma de arco. Uno tras otro, los dejaba arder como sopletes mientras las piedras iban adquiriendo tonalidades entre grises y rojizas, yendo y viniendo, como destellos de verbena.
Amasaba, daba vuelta, estiraba, trenzaba, volvía a amasar. Unas gotas de sudor bajaban por su sien. Quería recogerlas para almacenarlas en un frasco y pegarlas a mí durante la noche. Olerlas, respirarlas en la intimidad. Recuerdo perfectamente el dolor de cuello cada tarde de domingo, generado por el ansia obsesiva de observarla sin que percibiera mi fascinación.
Una vez quemados todos los rastrojos, apoyaba una gruesa chapa de hierro viejo que levantaba con dos trapos, negros de hollín, y la apuntalaba sobre la boca del horno con una enorme piedra, que desplazaba sin aparente esfuerzo.
La clave para hacer un buen pan es la paciencia, rezaba mientras me guiñaba un ojo y dejaba caer todo su peso sobre la masa, una y otra vez, poniéndose de puntillas e inclinándose hacia delante. Nunca tengas prisa, tómalo con calma, resérvate primero el tiempo y quédate, no dejes que tus pensamientos te traicionen mientras amasas. El pan se olvidará de ti y se irá por ahí, de picos pardos. No debes dejarle. Tú mandas aquí, no pierdas ni un segundo el control sobre la masa. Si lo haces, cuando esté en el horno se estremecerá ante el fuego, no levantará el lomo y se convertirá en un pedrusco que te romperá un diente, como me pasó a mí cuando tenía tus años. Me decía, mostrándome su diente de oro y riendo a carcajadas.
Su gesto amable y su risa cómplice se revuelven hoy en mi interior, una y otra vez engullidas por un recuerdo, un olor a sudor repugnante, al sabor ferroso de la sangre y del miedo, el hórrido pánico, la impotencia y el asco ante el cerdo que aplastaba mi vientre y asediaba mi intimidad. Dejo un momento de amasar y cierro los ojos. Es una escena que coloniza cada evasión, una y otra vez, quebrándome.
Cojo la masa y la tiro con fuerza al suelo, asqueada. Hoy ya nadie hace el pan en casa, ¿por qué no bajo al maldito horno de la esquina? Miro mis manos, es domingo. Hago el esfuerzo de rescatar aquél recuerdo de niña, de invocar su fuerza, su inocencia, su ingenuidad. Suficiente para traerme de vuelta.
Respiro profundamente, cojo esa masa del suelo, la echo al compostaje y vuelvo a hacer el volcán con la harina, empezando de cero otra vez. En esta ocasión pongo todo mi empeño en cribar los recuerdos, consciente de que no puedo abstraerme, o mi autoridad sobre mí misma se desvanecerá. Brego por inundar mi mente de experiencias, olores, sensaciones, sabores y sonidos compartidos con ella durante todos aquellos años. Hasta el día en que sucedió y no pudo impedirlo.
La masa va adquiriendo flexibilidad, autonomía, identidad. Como una zarabanda lenta y majestuosa, conformándose suya, a salvo bajo mi protección, segundo a segundo, en silencio. En un intento constante por no perder mi centro y transferirle la confianza para que pueda ganar la batalla al fuego.
Arranco con mi mano un pedazo del pan todavía ardiendo y mientras quema mi garganta, puedo sentir cómo su risa, su desparpajo, su tosquedad, su inocencia y el amor incondicional de aquella niña, porque las niñas sí pueden amar, desollan por un momento esa sensación de derrota ya tan familiar.
Mientras espero a que el pan esté tibio, voy a la despensa a por un tomate. Corto una rebanada, lo restriego suavemente y la empapo en aceite. Basta una pizquita de sal. Voy a la salita y ahí está ella, en su silla de ruedas, sentada en silencio junto a la ventana.
— Aquí tienes. Tal y como me enseñaste.
Y quiero creer que sus ojos dibujan una sonrisa de complacencia.
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