Al final de la tarde me escurrí dejando un rastro de miradas apagadas.

Creí que había escapado y me tendí a descansar en la hierba fina, navegada de rocío; a lo lejos, quizá en el sueño, la veía dando vueltas de sinfín en medio de la selva.

Al despertar, me lancé tras sus huellas y olfateé el silencio. Nada. Incertidumbre y nada. Recorrí el resto del camino pegado a su espalda. A veces se estremecía cuando le sacaba un poco de sangre de la yugular con chupadas tibias.

Creí que era el final del camino.

Hoy estoy del otro lado de esta jaula de cristal – gnomo enloquecido – mientras ella me mira, empieza a preparar un sartén y saca, golosa, de la alacena, una deliciosa hogaza de pan, unos tomates secos, serrano… y el cuchillo de más filo.

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