¿Usted sabe cómo empezamos? Bah, qué va a saber. Éramos tres mujeres, amasábamos sobre una mesa de esas que se levanta la tabla y hay un cajón. El cajón servía para que la masa no se nos resbalara y retenía el calor. Movíamos las manos como gatos mimosos dentro de ese mueble. No exagero al decir que la temperatura de nuestras manos entibiaba esa masa. ¡El frío que hacía! Luego de media hora echábamos un nylon y dejábamos leudar. Horneábamos seis tandas seguidas.
Viudas, sin ayuda, llenas de hijos. Todo para que ahora vengan a decir que estuvo muy bien que se los llevaran. Clandestinamente, así se los llevaron. Al marido de la Julia lo levantaron en la avenida Güemes cuando salía del trabajo, con mameluco y todo lo cargaron. Parece que sacaron su nombre de la agenda de un señor al que le había reparado el ventilador. Al parecer el señor era amigo de un militante. Al de la Coca lo fueron a buscar a la casa, de noche, lo arrancaron de las sábanas en calzoncillos. El de la Coca era abogado y había pedido un habeas corpus por un chico de trece años que ellos no devolvían ni decían dónde estaba. Y luego mi José. Mi José tuvo el mal tino de bautizar la panadería con una sigla: PPP. Quería decir Pan para el pueblo, pero ellos interpretaron Partido Popular Peronista. No teníamos un peso partido por la mitad y él dijo que salía más barato poner tres letras en aluminio que el nombre entero.
Don Rogelio, pobrecito, fue a jurarles que él había fabricado las P para la fachada del local y que mi marido había escogido las siglas exclusivamente por una cuestión económica. Se lo llevaron también. Alegaron que, de todas formas, el nombre era comunista. Una desgracia caía sobre la nación y lo ignorábamos, nos defendíamos con herramientas que de pronto habían perdido validez.
Yo no sabía cómo mantener un negocio, pero la Coca sí. Ella conocía de temas administrativos. A la Julia la conocí en el supermercado. No podía pagar la compra y tuvo que dejar varios productos. Lloraba. Venga a trabajar conmigo, le dije, hacemos pan casero, nos vendría bien un par de manos más.
La Julia decoró el local. Pintó con pulcritud y colgó un cuadro de un pan con patas muy gracioso. Era la reproducción de una pintura de Fermín Eguía.
Así pasamos esos años. Gradualmente nos dimos cuenta de que nuestras desdichas individuales eran en realidad colectivas. Extrañamente, eso nos proporcionó consuelo. O será que tendemos a pensar que una atrocidad solo puede ocurrir en pequeña escala, de forma aislada, que si a todo el país le sucede tal vez… Tal vez no es fatal. No podía ser tan terrible. Quizás, después de todo, ellos estaban vivos y regresaban a casa. ¡Así de obcecada es la esperanza! ¡Así de ciego el amor!
Fuimos a las marchas, claro que fuimos. Pero teníamos miedo. Las que marchaban habían perdido a los hijos. Una de ellas me lo advirtió en la cara: Si le duele un esposo, imagínese un hijo. Había quien, por ir a reclamar un hijo, ¡había perdido otro!
Esa foto que usted comparte corresponde a la primera de las dos únicas veces que asistimos. Nos atamos el pañuelo blanco en la cabeza, pero no tuvimos el valor, renunciamos. La perspectiva de perder nuestros hijos nos acobardó. Ojalá José me lo perdone, ojalá me lo pueda perdonar yo misma.
Resistimos porque estábamos juntas. Aguantamos porque parte del barrio conocía a nuestros maridos y sabía que no se merecían la calamidad. Contábamos con el apoyo moral de nuestros conocidos. Y con la lástima de muchos, claro que sí. Esa no ayudaba en lo absoluto, pero ahí estaba, lista para lanzársenos arriba antes que cualquier tipo de admiración o respeto. Pero lo peor era el recelo de los desconocidos, esas personas que tan frescamente concluían que algo habrían hecho nuestros cónyuges para terminar así.
Cuando apareció el marido de la Coca, en otra provincia, acribillado a disparos, y el titular puso Caído en enfrentamiento a ella le dio un ataque de nervios. Las manos se le crisparon y toda ella parecía sufrir del rigor mortis. Estaba blanca como un papel. Por aquel entonces no se les conocía como ataques de pánico pero eso fue lo que padeció todos esos años. Caía en la guardia del hospital y la medicaban con ansiolíticos, algunos demasiado fuertes. Muchas noches tuve que traerme los nenes de la Coca a la casa porque ella quedaba internada por tiempo indefinido. Por suerte siempre fue pasajero, al otro día le daban el alta. Lloraba, no paraba de llorar.
De a poco, se recuperó la democracia, con ello también vino un alivio económico. Pudimos contratar gente, comprar máquinas, ampliar el espacio y hasta ofrecer los mejores precios. La Coca se volvió a casar. La Julia no, nunca dejó de esperarlo. Yo tampoco. Son cuarenta y ocho años de luto. Aún llevo la sortija de casamiento.
El pan nos dio alimento y cobijo, nos dio casa e independencia. Nos permitió sostenernos en la vorágine. Conseguimos asegurar nuestros futuros gracias al pan. La indemnización que nos dieron por matar a nuestros esposos, eso que usted llama curro, y que es una pírrica reparación histórica, la invertimos en nuestros hijos, la empleamos para mandarlos a la universidad y para sacarlos del país. Era tal el dolor que sentíamos y el miedo, el terrible miedo, que queríamos que estuvieran lejos de esta tierra. No fuera a volver a pasar.
¿Y ahora usted nos cree terroristas? ¿Terroristas por aparecer en una foto con un pañuelo blanco muertas de miedo, de dolor, de tristeza? ¿Terroristas financiadas por no sé qué partido? ¿Mentirosas que cobran plata del estado?
Ese dinero que cobré hizo que usted la conozca allá. Ella es energía pura, lleva los ojos de José, el que usted no conoció, el que ella no conoció, el que su madre no conoció, el que nunca tiró ninguna bomba. El que me enseñó a amasar el pan con sus manos, manos que ahora sabe Dios dónde estén. Con las mías le enseñé a mi hija, y ella con las suyas le enseñó a mi nieta. El pan que usted probó allá lo amasó mi marido acá.
Espero que esta respuesta le satisfaga y lo agarre con disposición de entendimiento. Ojalá lo disuada de andar viralizando farsas, ya que ni siquiera ha reconocido mi cara en la imagen. Si su novia le ha pateado, vea, se lo merece. Su mail me sorprendió, no tanto porque proviniera de quien jamás me ha escrito en la vida, como por el hecho de que habiéndola embarrado como lo hizo no considerara ni un poco estar equivocado y recurriera a la queja y a la autocompasión. Y a mi intervención. Justamente a MI intervención.
Le deseo mucha suerte. Que Dios lo bendiga. Y que nunca, pero nunca, le falte el pan.
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