Ella amasaba el pan con esmero, con paciencia, con sed. Sí, con sed. Reía, insultaba hacia el cielo, reía. La venganza sería un plato que se serviría como si fuera la última cena, con vino… y pan.
Ricardo la miraba, en una esquina. Casi en el único punto donde entraba el sol, en esa casa sombría de luces y de sentimientos. La observaba con detenimiento, la rabia que le ponía en cada movimiento mientras creaba algo tan puro como un pan. Sus ojos, llorosos, se posaban en ella.
Antes había sido una hermosa mujer, llena de alegría y júbilo. Hacía comidas para afuera, para vender, era una mínima entrada, pero ella amaba cocinar.
Su padre trabajaba en una pequeña empresa constructora, la cual la pandemia se encargó de cerrar, de fundir.
Justo, la Pan – demia.
Su madre amasaba y el sudor de su frente caía en la masa que se formaba en sus manos, temblorosas, desgarradas, sangrientas.
Temblaba, hablaba sola. Levantaba la voz.
-Madre, ¿de qué te ríes?- Preguntó el niño, con mucho miedo.
-No sabe lo que le va a pasar, ni siquiera se va a dar cuenta- contestó la mujer, a la nada, a nadie.
-Ni siquiera se va a dar cuenta!-. Gritaba con voz desquiciada.
Esas palabras quedarían grabadas para siempre en Ricardo, lo perseguirían de por vida. Así como también el rostro de su madre, frágil, deteriorado… histérico.
Sus pelos sueltos, llenos de grumos, pasmados. Amasaba una y otra vez, llevaba la masa de un lado a otro, estiraba, reía, gritaba, enrollaba, amasaba, golpeaba la masa con fuerza… Gritaba improperios.
En un momento, se detuvo, bajó los brazos y su mirada se perdió en el horizonte, comenzó a temblar!
-Madre, ¿qué te pasa?-. Preguntó Ricardo, con temor!
-¡Hijo de puta!-. Susurró la madre. -Es un gran hijo de puta-. Dicho esto, volvió a su labor.
Silencio.
Un llanto silencioso ocupó toda la sala, casi oscura.
Ricardo la miraba, con mucha tristeza.
-Madre… todo va a salir bien, ¿no?.
Ella asintió. Lo miró. Su cara pálida, con varios cabellos pegados a su cara, con el labio de un lado hinchado y ese ojo, maltratado severamente, casi cerrado.
-Ohhh sí… todo va a salir má que bien, mi querido Ricardito… todo va a salir más que bien!-.
Una musculosa blanca, raída, dejaba ver sus brazos llenos de moretones, de golpes. UNa pollera por encima de las rodillas mostraban unas piernas con heridas, cortes, quemaduras en redondel, del diámetro de un cigarro.
Su madre amasaba formando el pan de la venganza, con ese ojo cerrado por la última golpiza, ella amasaba el pan para su marido.
-¿Cuándo llega padre?- Preguntaba Ricardo. Necesitaba saberlo, para poder protegerse.
-Pronto. Él traerá el vino, por supuesto. Nosotros pondremos el pan-. Ante esta respuesta, su risa, macabra, erizó la piel de su hijo.
-Ricardo! El frasco. Ahora!-. Había llegado el momento, ese momento el cual Madre había planificado desde hace un tiempo. Era el fin, la única manera de salir de ese constante maltrato.
-¡Ahora!-. Vociferó Madre.
Ricardo reaccionó, corrió hacia la bolsa escondida entre sus ropas, esa bolsita que Madre le pidió que guardara con recelo durante un tiempo, no podía nadie saber que existía ese frasco y Ricardo lo sabía muy bien.
Luego de la muerte de Álvaro, su hermano menor, en un supuesto accidente doméstico con su padre como único testigo, la convivencia en esa casa se había vuelto… engorrosa. Como tratar de tragar pan crudo.
Después de ése suceso, los golpes eran cada vez más frecuentes, el alcohol también. Así que Madre tomó una decisión, pan mediante.
Cinco cucharadas de cianuro harían el efecto deseado. Su padre no maltrataría a más nadie.
Pan leudado, amasado, harinado. Al horno. Pan y vino. Como la última cena. Para él.
-Ricardo, vamos. Es hora-. Tomaron sus pertenencias y unos instamntes antes que Padre llegara a su casa, ellos escaparon.
El pan quedó servido en la mesa.
Cuando el marido llegó, borracho, como todas las últimas veces, gritó clamando por su esposa mientras se tocaba el bulto entre las piernas. Tiró la campera al piso y fue hasta el baño. Salió del mismo con el pantalón desprendido.
Vio el pan y se lo comió de dos bocados, sin pensarlo.
Volvió a gritar, furioso, llamando a su mujer y su hijo mientras se sacaba su cinturón.
Mareado por el efecto del vino y del veneno, se dejó caer en el sillón más cercano. Dio un respingo, entrecerró los ojos, llenos de lágrimas y susurró: -Perdón, por todo-. No volvió a despertar.
Madre e hijo eran, al fin, libres.
La venganza es un plato que se come frío, con vino… y pan.
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