Deme pan, que amor me sobra

Deme pan, que amor me sobra

David Vacon D.

30/06/2024

De aquella historia ya no queda nada. Todo se fue desvaneciendo como harina entre los dedos. El recuerdo y la memoria eran los únicos ingredientes que se mantenían de aquella receta tan especial. Receta con la que habían construido sus vidas, forjadas a fuego lento, con leña buena, de la que perdura en el tiempo.

San Cristóbal de La Laguna 02/10/1945

Frío, como cada mañana, como cada día, amanecía con frío. Y pensar que desde mucho tiempo atrás corrían los muchachos semidesnudos por aquellos trigales, corriéndoles la vida por las venas con tanta fuerza, con tanta energía que no había catarro que se les presentara encima. Aquellos tiempos que nunca vuelven pero que permanecen en el recuerdo, en la memoria. 

Amanecía fría la mañana y desde la ventana de la pequeña cocina podías ver cómo el verde musgo se afanaba en devorar los bajos de las casas colindantes. Era una estampa hermosa, húmeda, gris sobre todo gris, pero que le confería un aire de romanticismo casi ganado a pulso. Al otro lado de la ventana, junto al calor del hogar, donde el olor a café recién hecho anidaba en toda la estancia, unas curtidas manos trabajaban sin descanso. 

A Mamá Corina le gustaba madrugar. Raro era el día que no le dieran las 6 de la mañana y ya se encontrara ella ataviada con su delantal de cuadros de vichy, los tenía de todos los colores, su falda hasta los tobillos, sus medias de lana del número 4 y su rebeca negra. Negra de riguroso luto, porque a pesar de ser una mujer alegre, Mamá Corina era viuda. Y una viuda no se descambia, cuando te toca la viudedad te acompaña toda la vida. 

Mujer trabajadora, adelantada a su tiempo. De las que se casan porque ellas quieren. De las que administran los gastos del hogar. De las que de cuatro duros sacan siete. De las que ya no quedan. Mamá Corina, bautizada así sin ser madre, al menos de parto natural, dedicaba su vida a dar de merendar a los jabatos del lugar. Y desde hacía ya 15 años sin faltar un sólo día, cada mañana al alba, después del primer café, de escuchar el noticiero que radiaban en el dial de aquel viejo cacharro que tenía por transistor, se dedica a preparar hogazas de pan para los chicos del trigal.

En el pueblo se las conocía como las paneras, una tradición arraigada en el tiempo, lo suficientemente antigua como para no recordar cuando comenzó. Todas las mujeres solteras en edad de casamiento tenían por costumbre reunirse en casa de la soltera de mayor edad y mientras compartían historias de la cotidianidad, mientras se echaban cuentos de épocas pasadas y hablaban de los chicos del pueblo, amasaban pan para ofrecerlos en la merienda del trigal. 

En aquella época Mamá Corina simplemente era Corina, la segunda más joven de aquel grupo de alegres y hermosas mujeres. Cada mañana se reunían después de los quehaceres del hogar para amasar pan. Unas traían la harina, otras ponían la sal, la que menos se encargaba de traer agua fresca del pozo, y una vez todas reunidas comenzaba aquella especie de ritual.

– Pues dicen que pronto me caso-, expresaba la mayor del grupo con cierto aire de burla. – Pues dicen que no tienes novio-, respondía la más joven del grupo. – Será que no lo conoces-, respondía nuevamente la mayor. Y así seguían durante unos minutos, con mensajes y réplicas en tono cantarín y alguna que otra risotada provocada por la picardía de las respuestas de las más jóvenes. Corina, que por aquel entonces era de las últimas en incorporarse, siempre se negó a entrar en aquella especie de cancionero de dimes y diretes. Ella lo que realmente quería era hacer pan. Bueno, realmente lo que ella quería era hacer pan, para Juan.

Los chicos del trigal cada mañana, sin descanso, salían a trabajar la tierra. Cosechadores incansables, sustentadores del pueblo. Jóvenes  fuertes que cargaban a sus espaldas todo el peso de la manutención de sus familias. Hijos únicos, hermanos mayores, menores, todos distintos, hijos de sus padres y de sus madres, únicos, pero con algo en común, todos jóvenes solteros.

Una tradición, un acuerdo no escrito, no regulado hacía que cada día las mujeres solteras del pueblo se reunieran para elaborar pan. Pan que cada día iban a repartir dando la bienvenida a todos esos jóvenes que se partían la espalda trabajando para el pueblo. Esta tradición llevaba implícita un tipo de cortejo de las mujeres hacia los hombres. Ellas escogían a quien entregarle su hogaza de pan, a quien entregar su corazón. De esta forma fue como Corina conquistó el corazón de Juan, desde el primer día que lo vio venir, junto a la manada de jóvenes después de una dura jornada de trabajo.

Y allí estaba Corina, esperando a Juan, que siempre era de los primeros en llegar, de los primeros en recibir varias hogazas de pan. Corina paciente supo esperar, y en el cruce de miradas que ambos disfrutaban cada tarde sabían que una hermosa historia de amor comenzaba.

Un día su pan fue el primero, el primero lo hizo único, y lo único se convirtió en amor verdadero.

Y mientras Mamá Corina seguía en su cocina, trabajando la masa, horneando su pan, otro recuerdo le llenó su memoria. Su amado Juan cada mañana antes de partir a las faenas del campo se introducía a escondidas en la cocina. Con sigilo y buen hacer para asaltar a su amada por la espalda y rodearla con sus fuertes brazos. Como cada día, de esos de antaño, su querido Juan la abrazaba y le robaba un beso. Despacio, como quien deja una delicada flor en un florero, acercaba sus labios a la oreja de Mamá Corina y le susurraba la siguiente frase: “Señorita Corina, usted sabe que yo la quiero, y que usted me quiere ¿Verdad?. Usted sabe que desde el primer día que me perdí en su mirada, supe que nuestro destino era estar juntos. Ahora marcho al campo, mi deber en los trigales me llama. Contando las horas de volver a su lado, pero mientras no regreso” una pausa, una sonrisa, “Deme pan, que amor me sobra”.

Y así marchó Juan, como cada mañana hacía el campo en una mañana fría, fría como cada día, fría y gris, húmeda y hermosa. El verde del musgo de las esquinas de las casas empezaban a aflorar como cada invierno. Y quizás fue eso lo que se llevó a Juan por delante. Esa tarde regresó a casa y jamás volvió a salir al campo. El frío de la mañana se había instalado en sus huesos. Lo que primero fue un inocente catarro, acabó convirtiéndose en la neumonía que terminó con su vida. La enfermedad que le confirió a Corina el título de viuda. Y este a su vez el nombre de Mamá Corina. Porque a pesar de no sentir los brazos de su amado Juan rodeándola cada mañana, ni un solo día dejo ella de hacer su pan. Seguía viendo su rostro en las caras de los chicos nuevos, que cada tarde llegaban al pueblo saltando y haciendo cabriolas. 

Puro amor  Mamá Corina. Dame pan, que amor me sobra.

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